ANÁLISIS
Despoblación y geopolítica: la táctica del sistema
Un mundo rural sin personas es el objetivo prevalente de las élites financieras
Josefina Fraile (Terra SOStenible)
Vaciar los pueblos de sus gentes, por diseño, es una táctica del sistema para asegurarse el control de los recursos y así alimentar el irracional modelo de desarrollo capitalista, sin oposición alguna. ¿Cumpliremos los últimos guardianes del territorio con nuestra obligación de protegerlo del saqueo para las generaciones venideras?
La España rural de pueblos y campos vivos, impresa en nuestra memoria, data de ayer. Por eso, los escasos pobladores de sus pueblos, en vías de extinción, somos hijos, nietos o biznietos de quienes a costa de sacrificios inhumanos construyeron, para legárnoslo, un futuro de derechos y deberes en torno al bien común del territorio, que algunos han decidido desmantelar sin más. Podríamos ilustrar las distintas formas de este desmantelamiento pero visto que todas tienen el mismo origen y los mismos fines, nos centraremos hoy en el nuevo impulso que se le está dando a la minería a cielo abierto en toda la geografía española, incluso en zonas de especial protección. Para que esas explotaciones sean rentables se requiere la destrucción de muchos cientos o incluso de miles de hectáreas de suelo y subsuelo, con una compleja red de acuíferos. Y con la destrucción del principal recurso del mundo rural, la tierra y el agua, se destruye su posibilidad de subsistencia.
Estas actividades destructoras son todo lo contrario del nuevo predicamento sociopolítico de sostenibilidad, por lo que corresponde tratar la extemporánea Ley de Minas y preguntarnos por qué se sigue manteniendo una ley franquista de 1973, exenta de sensibilidad ambiental, que ningún gobierno ha cambiado, aún disponiendo de mayorías absolutas. Y por qué la Unión Europea no ha exigido su reforma a España, como lo hace en el caso de las telecomunicaciones, por ejemplo, dado el autobombo de su compromiso con el medio ambiente. Pero vivimos en un país donde es más valorado derribar las estatuas del dictador, que no condicionan la vida de nadie, en vez de derribar una legislación que condiciona la vida y el futuro de las gentes. Es obvio que esa ley le viene bien a Europa y a sus planes mundialistas.
Frente a esta inacción política que obedece a intereses corporativos ocultos, los ciudadanos debemos entender que la historia rural del siglo XXI, lejos de imponernos el papel de testigo resignado de nuestra propia extinción, nos ofrece la oportunidad de ser parte activa en la defensa de ese territorio que sigue siendo nuestro futuro y el de las generaciones venideras. Por eso es importante saber quién nos lo quiere arrebatar, cómo, por qué y para qué. Descubriremos en la breve búsqueda de esas respuestas una dimensión de la que no se habla en las tertulias mediáticas, ni en las campañas electorales, pero que afecta y limita toda nuestra existencia: la geopolítica.
El periodista de investigación Isaac Stone define la geopolítica como una contribución de los nazis a la terminología política y militar. Ya que el concepto se desarrolló por los teóricos y políticos del nazismo que se valieron del mismo para justificar su acción expansionista, destacando el general y geógrafo Haushofer. En otras palabras, la geopolítica aludiría a la organización económica, política y militar que adoptan algunos Estados o grupos de poder para definir sus estrategias coloniales e imperialistas.
Con cada proceso electoral el mundo rural adquiere la visibilidad e importancia que se le niega entre elecciones, y se pone en marcha la operación del “disputado voto de Don Cayo” con propuestas de “rescate”, vacías de contenido e improvisadas en los despachos de los partidos, con las que captar el voto de los incautos ciudadanos rurales. Incautos porque en la pretendida sociedad de la información, nadie ha informado a la ciudadanía de que con cada Tratado internacional que firma España, mediando nuestros representantes políticos, se dilapida la soberanía nacional. Si algún cerebro independiente inventase un “soberanómetro”, muy posiblemente su lectura señalase el bajo cero. Nadie nos dijo nunca que ese sería el precio de pertenecer a la Unión Europea. En efecto, con la aprobación del Tratado de Lisboa en 2009, la Unión Europea se consolida jurídicamente como un ente supranacional con autoridad política, económica y militar, de carácter globalista y con aspiraciones de gobernanza mundial. Este es el eufemismo con el que los globalistas defienden la “gestión global de los recursos”, que a su vez es el eufemismo del control de los recursos por las grandes multinacionales. La legislación de ese ente supranacional es vinculante y está por encima de las leyes estatales, incluso por encima de las Cartas Magnas. Se centra en desregular las trabas normativas estatales para dar libre acceso de los bienes comunes a los poderes económicos, con independencia de su nacionalidad, basándose en las normas que dictan los Tratados Comerciales Internacionales.
La construcción de la Unión Europea se presenta al gran público como un experimento ejemplarizante de gobernanza global, mediante el cual los Estados ceden su soberanía libremente. Pero en la práctica, la soberanía de la Unión Europea no es la suma de la soberanía de sus Estados Miembro, si no la suma del poder de sus élites financieras, que tras secuestrar sutilmente los mecanismos de legitimación política popular en la figura de nuestros representantes políticos, se han apropiado de las soberanías nacionales para dar vida a una superestructura de poder, hecha por ellas y para ellas. Así nuestros sumisos políticos han hecho posible con su firma, que nuestros recursos, en este caso mineros, sean explotados por multinacionales con bandera australiana, canadiense, estadounidense o china, sin que podamos hacer nada por evitarlo. Dicho de otro modo, somos cromos de intercambio. En esta perspectiva queda claro que en casos en los que las leyes nacionales beneficien las tácticas globalistas de la Unión, como la franquista Ley de Minas, de ámbito estatal, se dejarán intactas y se buscará la forma de que los gobiernos regionales usurpen la autonomía local y legislen sobre el territorio, mediante, por ejemplo, modificación de la Ley de Urbanismo, como lo acaban de hacer Castilla y León, y Extremadura, para desbloquear los permisos tras los recursos de oposición a las minas de las plataformas ciudadanas, aprovechando de paso para incluir la minería energética, a saber el “fracking”.
Estos planteamientos globalistas datan de lejos. Tras la ensoñación desarrollista que vivió el mundo a partir de la II Guerra Mundial en la que el eje anglosajón, con Estados Unidos a la cabeza, se consolida como principal potencia y se crean, en torno a las Naciones Unidas y su oligarquía financiera, las más importantes instituciones internacionales que diseñarían las reglas del juego político, económico y social del futuro a favor de las citadas élites – no es hasta la década de los setenta que aparece en escena una llamada de atención en cuanto al modelo expansionista de crecimiento económico, ya que no es posible un crecimiento infinito en un mundo de recursos finitos como bien lo ilustra el informe “Los límites del crecimiento”, desarrollado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) a instancias de “El Club de Roma” y publicado en 1972.
La moraleja de este informe es evidente. El sentido común nos dice que en una situación de recursos limitados es preciso racionalizar su uso y no lo contrario. Pero el crecimiento sostenido en el que se basa el capitalismo no sería posible sin la sistemática transgresión del sentido común. Por otro lado, conociendo la vocación globalista del Club de Roma y su sesgo maltusiano, es preciso hacer una doble lectura de dicho informe. Los límites del crecimiento se inscriben en un marco poblacional. Si los recursos son limitados y la población mundial sigue aumentando exponencialmente, no habrá para todos. Es solo de cajón que debamos saber extraer la lección: los países cuyo poderío económico depende de esos recursos buscarán a toda costa la forma de apropiarse de ellos. – los globalistas lo llaman “gestión global de los recursos”. Es eso, o la anarquía, según ellos.
La fórmula favorita para apropiarse de esos recursos, perseguida desde hace más de un siglo, es la de un gobierno mundial compuesto por las oligarquías financieras y las élites políticas del mundo a su servicio. En 1914 G.H. Wells, publica el libro titulado “El Mundo Libertado” (“The World Set Free”), donde nos relata cómo una guerra generalizada conducirá a la instauración de un gobierno mundial, sin clases, compuesto por diez bloques, o circunscripciones geográficas. El escritor pertenecía a la Sociedad Fabiana, creada en Londres en 1884 que influyó ampliamente en el pensamiento de la clase política inglesa y de otros países, hasta nuestros días, a través de la Universidad de Oxford y del London School of Economics. Estas corrientes de pensamiento que determinan nuestras vidas se conocen como globalistas o mundialistas.
La ambición de los mundialistas se concreta en la creación de una organización supranacional que controle todo, en especial la economía y el ejército. Los Estados seguirían existiendo de forma simbólica en bloques regionales tras haber cedido voluntariamente toda soberanía a la organización, cuyo poder absoluto residiría justamente en el desconocimiento de la población sobre su existencia y fines reales. Dicho de otro modo, los Estados estarían sometidos a los dictados de un gobierno oculto cuyo poder residiría en la ignorancia e incredulidad de los ciudadanos, ignorancia que evidentemente ha sido programada, visto que la organización es propietaria de los medios de comunicación y editoriales de todo el mundo, dictando la política educativa de los países, entre otros.
Las organizaciones menos desconocidas de ese gobierno en la sombra de la élite financiera mundialista son el Royal Institute of International Affairs (RIIA, Londres 1919), el CFR (Washington y Nueva York 1921), el Tavistock Institute (Londres 1947) el Club Bilderberg (Holanda 1954), el Club de Roma con sede en Suiza (Creado en Italia1968), la Comisión Trilateral (Washington 1973), y el CFR Europeo (2007). Los apellidos Rothschild, Rockefeller, Astor, Goldman Sachs, Warburg, J.P. Morgan, Soros... se repiten en muchas de estas organizaciones que, paradógicamente, se definen como no gubernamentales. Es la materialización del “1984” de George Orwell.
Tiene aquí sentido citar a Klaus Töpfer, conocido político alemán (CDU) y ex alto cargo de Naciones Unidas quien desde hace tiempo “predice el fin de las democracias parlamentarias, debido a que las decisiones que más le importan a los ciudadanos ya no se toman en los parlamentos nacionales si no en los salones VIP de los grandes hoteles o de las grandes multinacionales; los parlamentos nacionales solo sirven para ratificarlas. En este estado de cosas, los políticos son un coste prescindible para la sociedad, ya que no cumplen el fin para el que fueron dotados de legitimidad por el pueblo para legislar a favor del interés general”.
El perfil de ese ente supranacional por excelencia, candidato a ese gobierno mundial, con experiencia en gestionar las relaciones internacionales, preocupado por los Derechos Humanos, y la ecología, con solvencia en todo el espectro económico, financiero, político, jurídico, ambiental, social y militar, que cuenta además con la bendición de la Iglesia Católica desde el Concilio Vaticano II, y muy especialmente de los papas Benedicto XVI y Francisco I, justificándolo en el deber moral de perseguir la Paz del mundo, es la ONU. Y es que un gobierno mundial, además de una economía y un ejército mundial requiere una religión mundial. La ONU lleva interviniendo de forma directa en el uso del territorio rural a nivel internacional desde la implantación de la Agenda 21 Local en base a la Carta de Aalborg (1994), puenteando al Congreso de cada país. Esta Agenda, que en un principio tenía una declarada vocación medioambiental en torno a la protección de la atmósfera, de los espacios naturales y de los ecosistemas, va mucho más allá; reorganiza el territorio y los asentamientos humanos priorizando la vida en las grandes metrópolis, interviniendo en el consumo y en la salud de las personas, restringiendo la propiedad privada de casas, coches, el uso del agua, del transporte y de la electricidad. Este esquema presupone un férreo control de la población, del territorio, de los recursos y de los servicios, que será potenciado por el espionaje electrónico -satélites, drones, nanorobots, sensores- y de la tecnología smart, en nombre de la justicia ambiental y social. Los ciudadanos rurales nos encontramos de repente frente a hechos consumados que elevados a rango de ley por los “representantes del pueblo” atacan frontalmente nuestra supervivencia y dignidad humana. Pero no se ha llegado aquí por casualidad. Se ha necesitado la connivencia de científicos, políticos, expertos, empresas, instituciones, falsos ecologistas y el silencio cómplice de los medios de comunicación, de los que el mundialista Rockefeller dijo agradecido, que su agenda no habría sido posible si estos le hubieran dado publicidad… Pero, sobre todo, se ha llegado aquí tras décadas de dejación de funciones por nosotros mismos, en relación con la responsabilidad individual y colectiva de blindar nuestras democracias, nuestro futuro, bajo el mantra engañoso de la “sociedad del bienestar”. Es la realidad ilustrada en la fábula moderna de “la rana hervida” del escritor y filósofo francés Olivier Clerc.
La respuesta a la despoblación rural no puede venir de quienes han propiciado su abandono, los políticos. El mundo rural debe ser de quien lo habita, y el diseño de su futuro también. La solución no está en convertirnos en un nuevo campo experimental de la biotecnología y de la inteligencia artificial, o en destino obligado de macrogranjas, o de minas a cielo abierto. La respuesta pasa por creer en nosotros y en nuestro potencial, por recuperar el valor que para la vida tiene la tierra, por volver a nuestros orígenes con una agricultura respetuosa con la salud de las personas, alejados de la industria agroquímica que envenena nuestros suelos y nuestros alimentos; porque si hay algo de cierto es que no habrá futuro sin salud. No tenemos que mendigar un pacto de Estado a los políticos, si no forzar políticas de respeto a nuestros derechos desde la política. Es cuestión de saber sumar y de unir sabiamente nuestras fuerzas. Mientras tanto, de cara a procesos electorales, lo sabio es ejercer la legítima defensa y no votar a los partidos políticos en liza por el poder para evitar más espolios del territorio rura.
(Dedicado a todos los conciudadanos rurales, por la Asociación Terra SOS-tenible)
Josefina Fraile (Terra SOStenible)
Vaciar los pueblos de sus gentes, por diseño, es una táctica del sistema para asegurarse el control de los recursos y así alimentar el irracional modelo de desarrollo capitalista, sin oposición alguna. ¿Cumpliremos los últimos guardianes del territorio con nuestra obligación de protegerlo del saqueo para las generaciones venideras?
La España rural de pueblos y campos vivos, impresa en nuestra memoria, data de ayer. Por eso, los escasos pobladores de sus pueblos, en vías de extinción, somos hijos, nietos o biznietos de quienes a costa de sacrificios inhumanos construyeron, para legárnoslo, un futuro de derechos y deberes en torno al bien común del territorio, que algunos han decidido desmantelar sin más. Podríamos ilustrar las distintas formas de este desmantelamiento pero visto que todas tienen el mismo origen y los mismos fines, nos centraremos hoy en el nuevo impulso que se le está dando a la minería a cielo abierto en toda la geografía española, incluso en zonas de especial protección. Para que esas explotaciones sean rentables se requiere la destrucción de muchos cientos o incluso de miles de hectáreas de suelo y subsuelo, con una compleja red de acuíferos. Y con la destrucción del principal recurso del mundo rural, la tierra y el agua, se destruye su posibilidad de subsistencia.
Estas actividades destructoras son todo lo contrario del nuevo predicamento sociopolítico de sostenibilidad, por lo que corresponde tratar la extemporánea Ley de Minas y preguntarnos por qué se sigue manteniendo una ley franquista de 1973, exenta de sensibilidad ambiental, que ningún gobierno ha cambiado, aún disponiendo de mayorías absolutas. Y por qué la Unión Europea no ha exigido su reforma a España, como lo hace en el caso de las telecomunicaciones, por ejemplo, dado el autobombo de su compromiso con el medio ambiente. Pero vivimos en un país donde es más valorado derribar las estatuas del dictador, que no condicionan la vida de nadie, en vez de derribar una legislación que condiciona la vida y el futuro de las gentes. Es obvio que esa ley le viene bien a Europa y a sus planes mundialistas.
Frente a esta inacción política que obedece a intereses corporativos ocultos, los ciudadanos debemos entender que la historia rural del siglo XXI, lejos de imponernos el papel de testigo resignado de nuestra propia extinción, nos ofrece la oportunidad de ser parte activa en la defensa de ese territorio que sigue siendo nuestro futuro y el de las generaciones venideras. Por eso es importante saber quién nos lo quiere arrebatar, cómo, por qué y para qué. Descubriremos en la breve búsqueda de esas respuestas una dimensión de la que no se habla en las tertulias mediáticas, ni en las campañas electorales, pero que afecta y limita toda nuestra existencia: la geopolítica.
El periodista de investigación Isaac Stone define la geopolítica como una contribución de los nazis a la terminología política y militar. Ya que el concepto se desarrolló por los teóricos y políticos del nazismo que se valieron del mismo para justificar su acción expansionista, destacando el general y geógrafo Haushofer. En otras palabras, la geopolítica aludiría a la organización económica, política y militar que adoptan algunos Estados o grupos de poder para definir sus estrategias coloniales e imperialistas.
Con cada proceso electoral el mundo rural adquiere la visibilidad e importancia que se le niega entre elecciones, y se pone en marcha la operación del “disputado voto de Don Cayo” con propuestas de “rescate”, vacías de contenido e improvisadas en los despachos de los partidos, con las que captar el voto de los incautos ciudadanos rurales. Incautos porque en la pretendida sociedad de la información, nadie ha informado a la ciudadanía de que con cada Tratado internacional que firma España, mediando nuestros representantes políticos, se dilapida la soberanía nacional. Si algún cerebro independiente inventase un “soberanómetro”, muy posiblemente su lectura señalase el bajo cero. Nadie nos dijo nunca que ese sería el precio de pertenecer a la Unión Europea. En efecto, con la aprobación del Tratado de Lisboa en 2009, la Unión Europea se consolida jurídicamente como un ente supranacional con autoridad política, económica y militar, de carácter globalista y con aspiraciones de gobernanza mundial. Este es el eufemismo con el que los globalistas defienden la “gestión global de los recursos”, que a su vez es el eufemismo del control de los recursos por las grandes multinacionales. La legislación de ese ente supranacional es vinculante y está por encima de las leyes estatales, incluso por encima de las Cartas Magnas. Se centra en desregular las trabas normativas estatales para dar libre acceso de los bienes comunes a los poderes económicos, con independencia de su nacionalidad, basándose en las normas que dictan los Tratados Comerciales Internacionales.
La construcción de la Unión Europea se presenta al gran público como un experimento ejemplarizante de gobernanza global, mediante el cual los Estados ceden su soberanía libremente. Pero en la práctica, la soberanía de la Unión Europea no es la suma de la soberanía de sus Estados Miembro, si no la suma del poder de sus élites financieras, que tras secuestrar sutilmente los mecanismos de legitimación política popular en la figura de nuestros representantes políticos, se han apropiado de las soberanías nacionales para dar vida a una superestructura de poder, hecha por ellas y para ellas. Así nuestros sumisos políticos han hecho posible con su firma, que nuestros recursos, en este caso mineros, sean explotados por multinacionales con bandera australiana, canadiense, estadounidense o china, sin que podamos hacer nada por evitarlo. Dicho de otro modo, somos cromos de intercambio. En esta perspectiva queda claro que en casos en los que las leyes nacionales beneficien las tácticas globalistas de la Unión, como la franquista Ley de Minas, de ámbito estatal, se dejarán intactas y se buscará la forma de que los gobiernos regionales usurpen la autonomía local y legislen sobre el territorio, mediante, por ejemplo, modificación de la Ley de Urbanismo, como lo acaban de hacer Castilla y León, y Extremadura, para desbloquear los permisos tras los recursos de oposición a las minas de las plataformas ciudadanas, aprovechando de paso para incluir la minería energética, a saber el “fracking”.
Estos planteamientos globalistas datan de lejos. Tras la ensoñación desarrollista que vivió el mundo a partir de la II Guerra Mundial en la que el eje anglosajón, con Estados Unidos a la cabeza, se consolida como principal potencia y se crean, en torno a las Naciones Unidas y su oligarquía financiera, las más importantes instituciones internacionales que diseñarían las reglas del juego político, económico y social del futuro a favor de las citadas élites – no es hasta la década de los setenta que aparece en escena una llamada de atención en cuanto al modelo expansionista de crecimiento económico, ya que no es posible un crecimiento infinito en un mundo de recursos finitos como bien lo ilustra el informe “Los límites del crecimiento”, desarrollado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) a instancias de “El Club de Roma” y publicado en 1972.
La moraleja de este informe es evidente. El sentido común nos dice que en una situación de recursos limitados es preciso racionalizar su uso y no lo contrario. Pero el crecimiento sostenido en el que se basa el capitalismo no sería posible sin la sistemática transgresión del sentido común. Por otro lado, conociendo la vocación globalista del Club de Roma y su sesgo maltusiano, es preciso hacer una doble lectura de dicho informe. Los límites del crecimiento se inscriben en un marco poblacional. Si los recursos son limitados y la población mundial sigue aumentando exponencialmente, no habrá para todos. Es solo de cajón que debamos saber extraer la lección: los países cuyo poderío económico depende de esos recursos buscarán a toda costa la forma de apropiarse de ellos. – los globalistas lo llaman “gestión global de los recursos”. Es eso, o la anarquía, según ellos.
La fórmula favorita para apropiarse de esos recursos, perseguida desde hace más de un siglo, es la de un gobierno mundial compuesto por las oligarquías financieras y las élites políticas del mundo a su servicio. En 1914 G.H. Wells, publica el libro titulado “El Mundo Libertado” (“The World Set Free”), donde nos relata cómo una guerra generalizada conducirá a la instauración de un gobierno mundial, sin clases, compuesto por diez bloques, o circunscripciones geográficas. El escritor pertenecía a la Sociedad Fabiana, creada en Londres en 1884 que influyó ampliamente en el pensamiento de la clase política inglesa y de otros países, hasta nuestros días, a través de la Universidad de Oxford y del London School of Economics. Estas corrientes de pensamiento que determinan nuestras vidas se conocen como globalistas o mundialistas.
La ambición de los mundialistas se concreta en la creación de una organización supranacional que controle todo, en especial la economía y el ejército. Los Estados seguirían existiendo de forma simbólica en bloques regionales tras haber cedido voluntariamente toda soberanía a la organización, cuyo poder absoluto residiría justamente en el desconocimiento de la población sobre su existencia y fines reales. Dicho de otro modo, los Estados estarían sometidos a los dictados de un gobierno oculto cuyo poder residiría en la ignorancia e incredulidad de los ciudadanos, ignorancia que evidentemente ha sido programada, visto que la organización es propietaria de los medios de comunicación y editoriales de todo el mundo, dictando la política educativa de los países, entre otros.
Las organizaciones menos desconocidas de ese gobierno en la sombra de la élite financiera mundialista son el Royal Institute of International Affairs (RIIA, Londres 1919), el CFR (Washington y Nueva York 1921), el Tavistock Institute (Londres 1947) el Club Bilderberg (Holanda 1954), el Club de Roma con sede en Suiza (Creado en Italia1968), la Comisión Trilateral (Washington 1973), y el CFR Europeo (2007). Los apellidos Rothschild, Rockefeller, Astor, Goldman Sachs, Warburg, J.P. Morgan, Soros... se repiten en muchas de estas organizaciones que, paradógicamente, se definen como no gubernamentales. Es la materialización del “1984” de George Orwell.
Tiene aquí sentido citar a Klaus Töpfer, conocido político alemán (CDU) y ex alto cargo de Naciones Unidas quien desde hace tiempo “predice el fin de las democracias parlamentarias, debido a que las decisiones que más le importan a los ciudadanos ya no se toman en los parlamentos nacionales si no en los salones VIP de los grandes hoteles o de las grandes multinacionales; los parlamentos nacionales solo sirven para ratificarlas. En este estado de cosas, los políticos son un coste prescindible para la sociedad, ya que no cumplen el fin para el que fueron dotados de legitimidad por el pueblo para legislar a favor del interés general”.
El perfil de ese ente supranacional por excelencia, candidato a ese gobierno mundial, con experiencia en gestionar las relaciones internacionales, preocupado por los Derechos Humanos, y la ecología, con solvencia en todo el espectro económico, financiero, político, jurídico, ambiental, social y militar, que cuenta además con la bendición de la Iglesia Católica desde el Concilio Vaticano II, y muy especialmente de los papas Benedicto XVI y Francisco I, justificándolo en el deber moral de perseguir la Paz del mundo, es la ONU. Y es que un gobierno mundial, además de una economía y un ejército mundial requiere una religión mundial. La ONU lleva interviniendo de forma directa en el uso del territorio rural a nivel internacional desde la implantación de la Agenda 21 Local en base a la Carta de Aalborg (1994), puenteando al Congreso de cada país. Esta Agenda, que en un principio tenía una declarada vocación medioambiental en torno a la protección de la atmósfera, de los espacios naturales y de los ecosistemas, va mucho más allá; reorganiza el territorio y los asentamientos humanos priorizando la vida en las grandes metrópolis, interviniendo en el consumo y en la salud de las personas, restringiendo la propiedad privada de casas, coches, el uso del agua, del transporte y de la electricidad. Este esquema presupone un férreo control de la población, del territorio, de los recursos y de los servicios, que será potenciado por el espionaje electrónico -satélites, drones, nanorobots, sensores- y de la tecnología smart, en nombre de la justicia ambiental y social. Los ciudadanos rurales nos encontramos de repente frente a hechos consumados que elevados a rango de ley por los “representantes del pueblo” atacan frontalmente nuestra supervivencia y dignidad humana. Pero no se ha llegado aquí por casualidad. Se ha necesitado la connivencia de científicos, políticos, expertos, empresas, instituciones, falsos ecologistas y el silencio cómplice de los medios de comunicación, de los que el mundialista Rockefeller dijo agradecido, que su agenda no habría sido posible si estos le hubieran dado publicidad… Pero, sobre todo, se ha llegado aquí tras décadas de dejación de funciones por nosotros mismos, en relación con la responsabilidad individual y colectiva de blindar nuestras democracias, nuestro futuro, bajo el mantra engañoso de la “sociedad del bienestar”. Es la realidad ilustrada en la fábula moderna de “la rana hervida” del escritor y filósofo francés Olivier Clerc.
La respuesta a la despoblación rural no puede venir de quienes han propiciado su abandono, los políticos. El mundo rural debe ser de quien lo habita, y el diseño de su futuro también. La solución no está en convertirnos en un nuevo campo experimental de la biotecnología y de la inteligencia artificial, o en destino obligado de macrogranjas, o de minas a cielo abierto. La respuesta pasa por creer en nosotros y en nuestro potencial, por recuperar el valor que para la vida tiene la tierra, por volver a nuestros orígenes con una agricultura respetuosa con la salud de las personas, alejados de la industria agroquímica que envenena nuestros suelos y nuestros alimentos; porque si hay algo de cierto es que no habrá futuro sin salud. No tenemos que mendigar un pacto de Estado a los políticos, si no forzar políticas de respeto a nuestros derechos desde la política. Es cuestión de saber sumar y de unir sabiamente nuestras fuerzas. Mientras tanto, de cara a procesos electorales, lo sabio es ejercer la legítima defensa y no votar a los partidos políticos en liza por el poder para evitar más espolios del territorio rura.
(Dedicado a todos los conciudadanos rurales, por la Asociación Terra SOS-tenible)



















Mario | Sábado, 14 de Septiembre de 2019 a las 00:10:05 horas
Muy buen artículo. Dejemos de perder el tiempo en actividades evasivas y asumamos nuestra responsabilidad implicándonos en el juego más interesante, infinito y con geniales gráficos, lleno de personajes inolvidables e historias emotivas que podríamos titular: Cambiar el mundo. Ponernos ese objetivo y visualizar que pasa por salir a la calle con otras personas, superar nuestras diferencias, aprender estrategia e inteligencia colectiva, desarrollar nuestras competencias de todo tipo, incluida la sensibilidad y la autocrítica, y agarrar toda esa energía en herencia que hoy nos hace libres en un buen
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