CULTURA
La mirada de un pueblo
Máximo Pelayo Arribas retrató, con maestría, a los vecinos de los pueblos ribereños de la Presa de Ricobayo
![[Img #34794]](http://eldiadezamora.es/upload/images/02_2020/392_foto-1.jpg)
Era una España de postguerra, una España en blanco y negro: sin lujos, sin caprichos, sin una visión clara del mundo. Era una España rural, un lugar perdido en el noroeste peninsular donde sus gentes vivían de lo que generaban con su trabajo en el campo. Se araba, se sembraba, se recogía y se almacenaba el cereal en los sobrados de las casas. Se recogía leña para calentarse y se cocinaba en la lumbre baja.
Hombres, mujeres y niños se afanaban con responsabilidad para sacar el trabajo diario.
Y así, durante mucho tiempo, hasta que se construyó la presa de Ricobayo y todo lo transformó. Los lugareños miraban extasiados a aquellas gentes que venían de otras ciudades. Hombres y mujeres que vestían de manera diferente, que se movían con soltura. Las mujeres se fijaban en la elegancia de aquellos trajes que no habían visto nunca y pronto quisieron imitarlas hasta atreverse a confeccionarse sus propios vestidos. Aquellas lugareñas se dejaron fotografiar con sus nuevas ropas, incluso con otra expresión en la mirada. También, los más jóvenes se fueron incorporando a un trabajo nuevo que los apartaba de las tareas del campo y les permitía aportar un salario a la familia. Por unas horas de jornal recibían, a cambio, un dinero que ofrecían orgullosos a sus madres. Aquello permitía una mayor holgura a la economía familiar.
Sí, aquella magna obra hidráulica, la Presa de Ricobayo, no sólo transformó el paisaje, rasgando y dinamitando las rocas, sino que fue transformando, poco a poco, la vida de aquellas sencillas gentes.
Aquel lugar aislado y remoto en el tiempo, pronto vio la luz y llevó visibilidad a la zona. Y en este tránsito, vital, la cámara de Máximo Pelayo Arribas fue captando, con naturalidad, la vida de los pueblos ribereños, afectos a la gran obra.
El fotógrafo captó caras serias, ajadas, arrugadas por el duro trabajo a la intemperie; niños tristes, hombrecitos, asumiendo tareas que todavía no soportaban sus frágiles músculos, pero había que trabajar.
Hombres, mujeres, niños, familias numerosas, grupos de amigos, de hermanos… todo resultaba atractivo a los ojos del fotógrafo. Hoy, contemplamos este trabajo extraordinario siendo conscientes de que conceptos como selfie, Instagram o posado, ni siquiera se habían imaginado.
Concha Pelayo
![[Img #34794]](http://eldiadezamora.es/upload/images/02_2020/392_foto-1.jpg)
Era una España de postguerra, una España en blanco y negro: sin lujos, sin caprichos, sin una visión clara del mundo. Era una España rural, un lugar perdido en el noroeste peninsular donde sus gentes vivían de lo que generaban con su trabajo en el campo. Se araba, se sembraba, se recogía y se almacenaba el cereal en los sobrados de las casas. Se recogía leña para calentarse y se cocinaba en la lumbre baja.
Hombres, mujeres y niños se afanaban con responsabilidad para sacar el trabajo diario.
Y así, durante mucho tiempo, hasta que se construyó la presa de Ricobayo y todo lo transformó. Los lugareños miraban extasiados a aquellas gentes que venían de otras ciudades. Hombres y mujeres que vestían de manera diferente, que se movían con soltura. Las mujeres se fijaban en la elegancia de aquellos trajes que no habían visto nunca y pronto quisieron imitarlas hasta atreverse a confeccionarse sus propios vestidos. Aquellas lugareñas se dejaron fotografiar con sus nuevas ropas, incluso con otra expresión en la mirada. También, los más jóvenes se fueron incorporando a un trabajo nuevo que los apartaba de las tareas del campo y les permitía aportar un salario a la familia. Por unas horas de jornal recibían, a cambio, un dinero que ofrecían orgullosos a sus madres. Aquello permitía una mayor holgura a la economía familiar.
Sí, aquella magna obra hidráulica, la Presa de Ricobayo, no sólo transformó el paisaje, rasgando y dinamitando las rocas, sino que fue transformando, poco a poco, la vida de aquellas sencillas gentes.
Aquel lugar aislado y remoto en el tiempo, pronto vio la luz y llevó visibilidad a la zona. Y en este tránsito, vital, la cámara de Máximo Pelayo Arribas fue captando, con naturalidad, la vida de los pueblos ribereños, afectos a la gran obra.
El fotógrafo captó caras serias, ajadas, arrugadas por el duro trabajo a la intemperie; niños tristes, hombrecitos, asumiendo tareas que todavía no soportaban sus frágiles músculos, pero había que trabajar.
Hombres, mujeres, niños, familias numerosas, grupos de amigos, de hermanos… todo resultaba atractivo a los ojos del fotógrafo. Hoy, contemplamos este trabajo extraordinario siendo conscientes de que conceptos como selfie, Instagram o posado, ni siquiera se habían imaginado.
Concha Pelayo























