COSAS MÍAS
Predicar en el desierto de Zamora
Muchos años, quizá demasiados, escribiendo sobre la vida cotidiana de mi ciudad y provincia. Reconozco que fui muy crítico con los políticos, con mis paisanos, con la prensa local, con los empresarios y, por qué negarlo, conmigo mismo. Todos los días, cuando se oculta el sol, en cualquier estación, me trae sin cuidado que caigan las hojas de los árboles, que la niebla esconda nuestras vergüenzas, que las abejas liben el néctar de las flores del almendro o que el sol queme la piel de los que se tumban en piscinas y embalses de mi tierra, porque siempre, salvo problemas de salud, escribo un artículo e incluso, a veces, dos. También, como me duele España, la política nacional protagoniza mis textos, casi siempre asidos a la historia, materia que, sin vanidad, domino.
Ahora bien, llegado a este día, tarde casi primaveral del 13 de febrero de 2020, confieso, públicamente, que me he cansado de criticar a nuestros políticos, con principal protagonismo a los que ocupan escaños en las Cortes Regionales, Congreso y Senado; a las organizaciones empresariales, como la CEOE-Cepyme, inane e invisible, tanto que hubo que inventarse, crear y salir a la palestra Zamora10; a los sindicatos, liberados de la Función Pública; a los zamoranos, enfermos de lo que he denominado apatía antropológica; gente que le da mucho a la “húmeda” en bares, restaurantes y cafeterías, pero incapaces de enfrentarse al poder, cobardía patológica, y, por supuesto, a la prensa local, tan dependiente de las instituciones públicas, del dinero de Ayuntamiento, Diputación y Junta de Castilla y León, sin cuyas aportaciones ya no existirían. Por lo tanto, el papel de crítica del poder político y empresarial, sagrada causa del periodismo, no ha lugar, con lo que se ha convertido en empresas de relaciones públicas. Ni un solo artículo, ni una sola denuncia…nada de nada. De rueda de prensa en rueda de prensa y tiro porque me toca. Salvo alguna excepción, la prensa perpetuó el caciquismo, cómplice del PP más reaccionario en su día, y ahora de los que mandan. Da igual si las instituciones son de derechas, de izquierdas o mediopensionistas. Hay que ordeñar la vaca que da leche, sea la ubre socialista, popular o de Izquierda Unida.
Esta ciudad me ha cansado. El enfermo terminal en el que se ha convertido Zamora ya no me da pena, ni me causa tristeza, ni oro por su futuro, porque, en principio, me confieso ateo; ni, como decía aquel verso de Machado, ya de nada sirve rezar. A los políticos zamoranos, contagiados por la sociedad que administran, les gusta esta ciudad tal como está.
¡Para qué intentar transformarla en una urbe más importante, potenciar su turismo, restaurar su recinto amurallado, reconstruir las torres del viejo puente neogótico, el de piedra de toda la vida; buscar un edificio acorde a la obra de Lobo, crear jardines coquetos y perfumados, nuevas fuentes en el centro y en los barrios de la ciudad, viajar a Madrid, Barcelona, antes de que se convierte capital de una Cataluña independiente, y Bilbao, para hablar con las instituciones empresariales de esas ciudades, con el objetivo de presentar ofertas imposibles de rechazar para que se instalen en Zamora y tierras de su alfoz…!
Siento escribir que he llegado a la conclusión que predico en un desierto, si bien hay mucha gente que aprecia y valora mi labor periodística. Me he agotado. Mi mente se niega a combatir, porque sabe que saldrá derrotada de la guerra con la dejadez, la desidia, la abulia de una mayoría de mis paisanos. Sé que se me envidia. Pero ignoro por qué. Sé que los viejos caciques, escondidos en la escorias de sus vidas, me odian. Lógico. Me gusta. Me honra. Sé que este periódico, que cumplirá su primera década de vida la próxima primavera, maltratado por los enemigos de Zamora, políticos, cobistas y prensa, ha hecho historia, porque todos los proyectos de periódicos gratuitos fracasaron rotundamente. El que dirigí, La Voz de Zamora, se murió a los escasos meses de que se me echara, porque no comulgar con el capitalista, porque no quise ser la voz del amo.
Después nació El Día de Zamora, porque pensé que tenía una deuda con esta ciudad, una deuda conmigo mismo: hacer un periódico distinto, abierto a todas las críticas, a liberales, conservadores, comunistas y libertarios. Nunca hubo una sola palabra censurada, ni una idea mancillada. Pero me harté de defender causas perdidas, buscar la utopía y amargarme por lo que pudo ser y no fue, nuestra ucronía como sociedad.
Bien sé que no existe la ciudad perfecta, pero intenté, palabra a palabra, verbo a verbo, encontrarla, navegando en este barquito de papel, en este caballo invisible, sin crines, sin montura, de las redes sociales. Zamora está llena -cada vez menos- de hombres y mujeres, esencialmente egoístas, acojonados por el miedo al miedo, refractarios ante cualquier idea nueva; enemigos del talento, del genio, de la elegancia. Aquí, el vulgo se alegra más del fracaso del prójimo que de la gloria propia.
Esta tarde que busca ser noche alumbro este artículo, quizá decadente y desesperado; propio de un hombre vencido. Al respecto, recuerdo aquella frase de Ramiro Ledesma Ramos, un intelectual, asesinado en Madrid porque no le gustaba la II República, que nos recibía en lo que fue el estadio que llevaba su nombre durante la dictadura: “No se alcanza la categoría de vencido, sino después de haber luchado; eso distingue al valiente del desertor y del cobarde”. Confieso que luché. Se me cansaron las palabras. Mi sintaxis quiere recostarse sobre el lecho de la historia. Hasta dentro de un rato.
Eugenio-Jesús de Ávila
Muchos años, quizá demasiados, escribiendo sobre la vida cotidiana de mi ciudad y provincia. Reconozco que fui muy crítico con los políticos, con mis paisanos, con la prensa local, con los empresarios y, por qué negarlo, conmigo mismo. Todos los días, cuando se oculta el sol, en cualquier estación, me trae sin cuidado que caigan las hojas de los árboles, que la niebla esconda nuestras vergüenzas, que las abejas liben el néctar de las flores del almendro o que el sol queme la piel de los que se tumban en piscinas y embalses de mi tierra, porque siempre, salvo problemas de salud, escribo un artículo e incluso, a veces, dos. También, como me duele España, la política nacional protagoniza mis textos, casi siempre asidos a la historia, materia que, sin vanidad, domino.
Ahora bien, llegado a este día, tarde casi primaveral del 13 de febrero de 2020, confieso, públicamente, que me he cansado de criticar a nuestros políticos, con principal protagonismo a los que ocupan escaños en las Cortes Regionales, Congreso y Senado; a las organizaciones empresariales, como la CEOE-Cepyme, inane e invisible, tanto que hubo que inventarse, crear y salir a la palestra Zamora10; a los sindicatos, liberados de la Función Pública; a los zamoranos, enfermos de lo que he denominado apatía antropológica; gente que le da mucho a la “húmeda” en bares, restaurantes y cafeterías, pero incapaces de enfrentarse al poder, cobardía patológica, y, por supuesto, a la prensa local, tan dependiente de las instituciones públicas, del dinero de Ayuntamiento, Diputación y Junta de Castilla y León, sin cuyas aportaciones ya no existirían. Por lo tanto, el papel de crítica del poder político y empresarial, sagrada causa del periodismo, no ha lugar, con lo que se ha convertido en empresas de relaciones públicas. Ni un solo artículo, ni una sola denuncia…nada de nada. De rueda de prensa en rueda de prensa y tiro porque me toca. Salvo alguna excepción, la prensa perpetuó el caciquismo, cómplice del PP más reaccionario en su día, y ahora de los que mandan. Da igual si las instituciones son de derechas, de izquierdas o mediopensionistas. Hay que ordeñar la vaca que da leche, sea la ubre socialista, popular o de Izquierda Unida.
Esta ciudad me ha cansado. El enfermo terminal en el que se ha convertido Zamora ya no me da pena, ni me causa tristeza, ni oro por su futuro, porque, en principio, me confieso ateo; ni, como decía aquel verso de Machado, ya de nada sirve rezar. A los políticos zamoranos, contagiados por la sociedad que administran, les gusta esta ciudad tal como está.
¡Para qué intentar transformarla en una urbe más importante, potenciar su turismo, restaurar su recinto amurallado, reconstruir las torres del viejo puente neogótico, el de piedra de toda la vida; buscar un edificio acorde a la obra de Lobo, crear jardines coquetos y perfumados, nuevas fuentes en el centro y en los barrios de la ciudad, viajar a Madrid, Barcelona, antes de que se convierte capital de una Cataluña independiente, y Bilbao, para hablar con las instituciones empresariales de esas ciudades, con el objetivo de presentar ofertas imposibles de rechazar para que se instalen en Zamora y tierras de su alfoz…!
Siento escribir que he llegado a la conclusión que predico en un desierto, si bien hay mucha gente que aprecia y valora mi labor periodística. Me he agotado. Mi mente se niega a combatir, porque sabe que saldrá derrotada de la guerra con la dejadez, la desidia, la abulia de una mayoría de mis paisanos. Sé que se me envidia. Pero ignoro por qué. Sé que los viejos caciques, escondidos en la escorias de sus vidas, me odian. Lógico. Me gusta. Me honra. Sé que este periódico, que cumplirá su primera década de vida la próxima primavera, maltratado por los enemigos de Zamora, políticos, cobistas y prensa, ha hecho historia, porque todos los proyectos de periódicos gratuitos fracasaron rotundamente. El que dirigí, La Voz de Zamora, se murió a los escasos meses de que se me echara, porque no comulgar con el capitalista, porque no quise ser la voz del amo.
Después nació El Día de Zamora, porque pensé que tenía una deuda con esta ciudad, una deuda conmigo mismo: hacer un periódico distinto, abierto a todas las críticas, a liberales, conservadores, comunistas y libertarios. Nunca hubo una sola palabra censurada, ni una idea mancillada. Pero me harté de defender causas perdidas, buscar la utopía y amargarme por lo que pudo ser y no fue, nuestra ucronía como sociedad.
Bien sé que no existe la ciudad perfecta, pero intenté, palabra a palabra, verbo a verbo, encontrarla, navegando en este barquito de papel, en este caballo invisible, sin crines, sin montura, de las redes sociales. Zamora está llena -cada vez menos- de hombres y mujeres, esencialmente egoístas, acojonados por el miedo al miedo, refractarios ante cualquier idea nueva; enemigos del talento, del genio, de la elegancia. Aquí, el vulgo se alegra más del fracaso del prójimo que de la gloria propia.
Esta tarde que busca ser noche alumbro este artículo, quizá decadente y desesperado; propio de un hombre vencido. Al respecto, recuerdo aquella frase de Ramiro Ledesma Ramos, un intelectual, asesinado en Madrid porque no le gustaba la II República, que nos recibía en lo que fue el estadio que llevaba su nombre durante la dictadura: “No se alcanza la categoría de vencido, sino después de haber luchado; eso distingue al valiente del desertor y del cobarde”. Confieso que luché. Se me cansaron las palabras. Mi sintaxis quiere recostarse sobre el lecho de la historia. Hasta dentro de un rato.
Eugenio-Jesús de Ávila
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