ZAMORANA
Catarsis
Explosionó todo como un volcán; allí estaban las pequeñas y grandes cosas que habían minado su existencia; luego, cuando ya sentía el cuerpo y la mente vaciados y completamente exhausta, incapaz de mover sus piernas, tuvo que permanecer un buen rato sentada, asida más bien a aquella butaca que había provocado su catarsis interna. Al cabo de un tiempo indeterminado se levantó, se lavó el rostro abotargado y enrojecido de tanto llanto, se alisó la falda, caminó despacio por la casa, abrió una a una las puertas que siempre habían permanecido cerradas, dejó que el sol invadiera el espacio, recorrió con la vista las camas vacías, los objetos que aún no se habían llevado y seguían allí como huella perpetua y casi desafiante de su lejana presencia, y se propuso cambiar las cosas: variaría aquellos tonos desvaídos de las paredes por colores vivos que reflejaran la luz en todas las estancias, guardaría todo aquello que recordara otras vidas ahora ausentes. Modificar, esa era la clave, cambiar lo oscuro, lo gris y lo tenebroso por luz a raudales, aire renovado, objetos y mobiliario alegres que mudaran la percepción de santuario en que aquellas habitaciones se habían convertido.
Había mucha tarea por hacer y la transformación externa no era sino consecuencia de la interna que tanto daño le había ocasionado. Resultaba capital aceptar la vida tal y como venía, sin acaparar a nadie, dejando libertad a los que amaba aunque ello implicara su propia soledad. Tenía que inventarse una existencia en la que fuera su propia dueña, su centro, y todo girara, para variar, en torno a sí misma; era un esfuerzo porque estaba acostumbrada a existir para los demás; sin embargo la certeza de que los años que viviera serían una sucesión de días iguales la hicieron comprender que tenía que abrirse al mundo, conocer gente nueva y frenar un llanto que nadie enjugaría, unas lágrimas que a nadie iban a conmover. Empezó afanándose con la renovación de la casa; lo que la obligó a salir a la calle casi a diario, confeccionó cortinas, midió muebles, compró complementos y su hogar resplandeció de vida. Cuando la tarea doméstica había terminado, se integró en un grupo para conocer la ciudad obligándose a caminar, conoció gente e incluso hizo algún viaje fuera de aquel entorno tan conocido.
Un día, sentada en la misma butaca que había sido testigo antaño de su purificación, comprobó que los antiguos males que la zaherían se habían atenuado, y descubrió con insólita felicidad que se sentía libre; tal vez hubiera ayudado en ese empeño el libro de Viktor Frankl que le recomendaron un día “El hombre en busca de sentido” del que extrajo una cita que siempre tenía frente a ella y consideraba como un mantra personal: “Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”.
Mª Soledad Martín Turiño
Explosionó todo como un volcán; allí estaban las pequeñas y grandes cosas que habían minado su existencia; luego, cuando ya sentía el cuerpo y la mente vaciados y completamente exhausta, incapaz de mover sus piernas, tuvo que permanecer un buen rato sentada, asida más bien a aquella butaca que había provocado su catarsis interna. Al cabo de un tiempo indeterminado se levantó, se lavó el rostro abotargado y enrojecido de tanto llanto, se alisó la falda, caminó despacio por la casa, abrió una a una las puertas que siempre habían permanecido cerradas, dejó que el sol invadiera el espacio, recorrió con la vista las camas vacías, los objetos que aún no se habían llevado y seguían allí como huella perpetua y casi desafiante de su lejana presencia, y se propuso cambiar las cosas: variaría aquellos tonos desvaídos de las paredes por colores vivos que reflejaran la luz en todas las estancias, guardaría todo aquello que recordara otras vidas ahora ausentes. Modificar, esa era la clave, cambiar lo oscuro, lo gris y lo tenebroso por luz a raudales, aire renovado, objetos y mobiliario alegres que mudaran la percepción de santuario en que aquellas habitaciones se habían convertido.
Había mucha tarea por hacer y la transformación externa no era sino consecuencia de la interna que tanto daño le había ocasionado. Resultaba capital aceptar la vida tal y como venía, sin acaparar a nadie, dejando libertad a los que amaba aunque ello implicara su propia soledad. Tenía que inventarse una existencia en la que fuera su propia dueña, su centro, y todo girara, para variar, en torno a sí misma; era un esfuerzo porque estaba acostumbrada a existir para los demás; sin embargo la certeza de que los años que viviera serían una sucesión de días iguales la hicieron comprender que tenía que abrirse al mundo, conocer gente nueva y frenar un llanto que nadie enjugaría, unas lágrimas que a nadie iban a conmover. Empezó afanándose con la renovación de la casa; lo que la obligó a salir a la calle casi a diario, confeccionó cortinas, midió muebles, compró complementos y su hogar resplandeció de vida. Cuando la tarea doméstica había terminado, se integró en un grupo para conocer la ciudad obligándose a caminar, conoció gente e incluso hizo algún viaje fuera de aquel entorno tan conocido.
Un día, sentada en la misma butaca que había sido testigo antaño de su purificación, comprobó que los antiguos males que la zaherían se habían atenuado, y descubrió con insólita felicidad que se sentía libre; tal vez hubiera ayudado en ese empeño el libro de Viktor Frankl que le recomendaron un día “El hombre en busca de sentido” del que extrajo una cita que siempre tenía frente a ella y consideraba como un mantra personal: “Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”.
Mª Soledad Martín Turiño
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