CON LOS CINCO SENTIDOS
Ese extraño color de ojos
Me decías que era especial, que mis ojos eran una mezcla de todos los colores de la naturaleza; el verde de los campos y la hierba y el amarillo dorado del sol y del verano, del calor y el fulgor de esa estación en la que vine a conocer este mundo por vez primera, ante tus ojos, ahítos por ver una niña después de tanto santo varón por descendencia. Fuiste con tu moto, raudo, veloz y levitando por las calles, a una joyería para que labraran en un medallón mi nombre y mi fecha de venida al mundo, para colgarlo del cuello de mi madre por tan tremendo regalo ante tus ojos.
Decías que mi alma se reflejaba demasiado en la mirada y eso me ponía en constante peligro. Que tenía que ocultarme para que nadie osase herirme, siquiera por error. Intentaste protegerme hasta tu último aliento y vive dios, si es que dios existe, que lo dudo, que lo intentaste con denodado empeño hasta que te me fuiste un 23 de julio de 2012, en silencio y sin previo aviso.
Te fuiste. Me dejaste sin querer. Me pusiste un nombre raro, pero precioso. El día que nací una nave rusa, la Soyuz 11 se estrelló y murieron todos sus tripulantes, todos. Cuando escuchaste el nombre de la doliente esposa del comandante de la misión espacial, lo tuviste claro. Ese sería mi nombre para toda la eternidad que puede durar una vida humana. Ludmila. Lástima, querido padre, que no existiese sacerdote conocido que lo permitiese, porque no era un nombre cristiano. Entonces recordaste que había una tía que se llamaba Nélida y te caía bien; accediste. Me bautizaron pues, con nombre compuesto.
Yo, que hubiera querido poseer el nombre de una bailarina o gimnasta rusa, o soprano, o algo que sólo fuera diferente a todo lo conocido. No hizo falta. El nombre fue lo de menos, después de sufrir las burlas y las risas de decenas de compañeras de clase que no entendieron nada a lo largo de toda mi vida escolar, renací, me crecí. Ya no me importó la rémora de un nombre raro, empecé a enorgullecerme de él hasta tal punto, que lo decía de primeras, aunque el nombre en mi carnet empezase por otro y a este que me gustaba, se le relegase a una segunda decisión, a una sigla seguida de un punto y final.
Decías que mis ojos eran como una vidriera gótica según se amplificaran con la luz del sol del mediodía o de la tarde. Una mezcla de verde y amarillo que no se entiende, que no cuadra con nada. Decías, querido padre, que mis ojos eran del color del sol y de la hierba, de la vida pujando por salir, por existir. Y yo era eso, la vida misma. Como una secuencia rápida de una planta creciendo y dando flores y frutos.
Crecí deprisa, aún siendo niña, demasiado deprisa, hasta ser una adulta en el cuerpo de una adolescente de poco más de 13 años. Estuviste ahí, siempre, para contarte mis cuitas, buenas o malas, o normalizadas (de esto, menos, normal no lo he sido nunca, que yo recuerde…). Cada día que pasa te extraño más, según voy cumpliendo años. Es raro, quizá no tanto, no lo sé. Sólo soy consciente de que me diste lo que ahora soy, lo que seré, el color de mi piel, el sabor de mi cerebro y ese extraño color de ojos. Hasta siempre. Hasta pronto.
Nélida L. del Estal Sastre
Me decías que era especial, que mis ojos eran una mezcla de todos los colores de la naturaleza; el verde de los campos y la hierba y el amarillo dorado del sol y del verano, del calor y el fulgor de esa estación en la que vine a conocer este mundo por vez primera, ante tus ojos, ahítos por ver una niña después de tanto santo varón por descendencia. Fuiste con tu moto, raudo, veloz y levitando por las calles, a una joyería para que labraran en un medallón mi nombre y mi fecha de venida al mundo, para colgarlo del cuello de mi madre por tan tremendo regalo ante tus ojos.
Decías que mi alma se reflejaba demasiado en la mirada y eso me ponía en constante peligro. Que tenía que ocultarme para que nadie osase herirme, siquiera por error. Intentaste protegerme hasta tu último aliento y vive dios, si es que dios existe, que lo dudo, que lo intentaste con denodado empeño hasta que te me fuiste un 23 de julio de 2012, en silencio y sin previo aviso.
Te fuiste. Me dejaste sin querer. Me pusiste un nombre raro, pero precioso. El día que nací una nave rusa, la Soyuz 11 se estrelló y murieron todos sus tripulantes, todos. Cuando escuchaste el nombre de la doliente esposa del comandante de la misión espacial, lo tuviste claro. Ese sería mi nombre para toda la eternidad que puede durar una vida humana. Ludmila. Lástima, querido padre, que no existiese sacerdote conocido que lo permitiese, porque no era un nombre cristiano. Entonces recordaste que había una tía que se llamaba Nélida y te caía bien; accediste. Me bautizaron pues, con nombre compuesto.
Yo, que hubiera querido poseer el nombre de una bailarina o gimnasta rusa, o soprano, o algo que sólo fuera diferente a todo lo conocido. No hizo falta. El nombre fue lo de menos, después de sufrir las burlas y las risas de decenas de compañeras de clase que no entendieron nada a lo largo de toda mi vida escolar, renací, me crecí. Ya no me importó la rémora de un nombre raro, empecé a enorgullecerme de él hasta tal punto, que lo decía de primeras, aunque el nombre en mi carnet empezase por otro y a este que me gustaba, se le relegase a una segunda decisión, a una sigla seguida de un punto y final.
Decías que mis ojos eran como una vidriera gótica según se amplificaran con la luz del sol del mediodía o de la tarde. Una mezcla de verde y amarillo que no se entiende, que no cuadra con nada. Decías, querido padre, que mis ojos eran del color del sol y de la hierba, de la vida pujando por salir, por existir. Y yo era eso, la vida misma. Como una secuencia rápida de una planta creciendo y dando flores y frutos.
Crecí deprisa, aún siendo niña, demasiado deprisa, hasta ser una adulta en el cuerpo de una adolescente de poco más de 13 años. Estuviste ahí, siempre, para contarte mis cuitas, buenas o malas, o normalizadas (de esto, menos, normal no lo he sido nunca, que yo recuerde…). Cada día que pasa te extraño más, según voy cumpliendo años. Es raro, quizá no tanto, no lo sé. Sólo soy consciente de que me diste lo que ahora soy, lo que seré, el color de mi piel, el sabor de mi cerebro y ese extraño color de ojos. Hasta siempre. Hasta pronto.
Nélida L. del Estal Sastre
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