LEYENDAS
La noche del lago
Llegó de nuevo la noche de San Juan, la noche mágica del año, entrelazada de fuegos y misterios, hogueras, lumbres que iluminan los cielos, levantan regocijos y funden brasas, inventan amores y burlas, conciben deseos y hechizos, moldean pólvoras y cenizas, unen promesas y goces. Por toda la geografía nacional, la fiesta se extiende en un rito que viene de lo más antiguo, desde que el hombre buscó el fuego, lo encontró y luego lo utilizó para el bien y también para el mal. Cuentan que es una remota tradición pagana, la bienvenida al solsticio de verano, aún sin las raíces cristianas de la festividad del Bautista, que bautizó con agua para que después llegase El que bautizaría con espíritu y fuego.
Pero yo, fiel a mi costumbre de este día, no quiero escribir del fuego sino del agua, símbolo de purificación y por eso siempre os recuerdo, al llegar esta noche, la popular leyenda que rodea el misterio del lago de Sanabria, el lugar donde el agua, de mano divina o natural, formó un puro paraíso, en el que la naturaleza entona, en todo tiempo, un canto de hermosura a la vida. Un paraje tan intensamente hermoso que solo la mano del hombre podrá desfigurar, bien por ambición o maldad. Releo una vez más la hermosa descripción de Miguel de Unamuno y su pueblo sumergido de Valverde de Lucerna y aquella otra que el magistral de la Catedral de Zamora de aquellos años cincuenta del pasado siglo, Francisco Romero López, narró en su libro "Leyendas de Zamora". El pueblo, asentado en el fondo del valle, se quedó sin cosechas, sin risas, sin ganados ni prados, sin establos ni tenadas, sin horizontes ni cielos, sin soles ni lluvias, cubierto de repente por el silencioso imperio del agua que cayó sobre él como una furia, castigando su egoísmo por negarle posada a un peregrino. Ahora, en esta noche, ascenderá desde las entrañas de ese valle sumergido, el sonido fantasmal de unas campanas, sepultadas allá en el fondo con su torre, que doblan a muerto cuando llega esta medianoche, la noche de san Juan. Unas campanas que solo oirás si estás allí, en sus orillas y crees en la bondad de la Humanidad y en la inmensidad de Dios.
Al evocar esta fábula, (o no, ¿quién lo sabe?) recuerdo también la dura realidad, amortiguada por el paso del tiempo, de la catástrofe que, siglos después de la leyenda, descuartizó a un pueblo entero, Ribadelago, en una noche que no era la de hoy, a la orilla del presentido y deseado calor, sino perdida en los fríos profundos del primer enero. Y al rezar por ellos y por todos aquellos que descansan en ese camposanto fluvial, sean huesos de la leyenda antigua o esqueletos tan reales, con nombres y apellidos, como los de la tragedia, os pido una vez más que cuidemos esa maravilla de lugar del que toda Zamora está tan orgullosa, un edén en el que se han juntado a la vez todas las bellezas posibles, aunque siga cayendo sobre él, (bueno y sobre toda esta tierra nuestra), la lacra de una despoblación imparable, un drama real, vivo, tangible, que parece no interesar mas allá de nuestros límites provinciales. Algún año, por desgracia más pronto que tarde, nadie podrá oír esas campanas esta noche. No habrá nadie ya en sus orillas para poder admirar tanta hermosura y escuchar la verdad o la fantasía del bronce hundido. Se irán desvaneciendo estas tragedias y leyendas que solamente permanecerán vivas en los libros, al quedarse sin una voz que los traspase otra vez a la sangre y la palabra y extienda su memoria a través de los años en infinitas noches como ésta.
Luis Felipe Delgado de Castro
Llegó de nuevo la noche de San Juan, la noche mágica del año, entrelazada de fuegos y misterios, hogueras, lumbres que iluminan los cielos, levantan regocijos y funden brasas, inventan amores y burlas, conciben deseos y hechizos, moldean pólvoras y cenizas, unen promesas y goces. Por toda la geografía nacional, la fiesta se extiende en un rito que viene de lo más antiguo, desde que el hombre buscó el fuego, lo encontró y luego lo utilizó para el bien y también para el mal. Cuentan que es una remota tradición pagana, la bienvenida al solsticio de verano, aún sin las raíces cristianas de la festividad del Bautista, que bautizó con agua para que después llegase El que bautizaría con espíritu y fuego.
Pero yo, fiel a mi costumbre de este día, no quiero escribir del fuego sino del agua, símbolo de purificación y por eso siempre os recuerdo, al llegar esta noche, la popular leyenda que rodea el misterio del lago de Sanabria, el lugar donde el agua, de mano divina o natural, formó un puro paraíso, en el que la naturaleza entona, en todo tiempo, un canto de hermosura a la vida. Un paraje tan intensamente hermoso que solo la mano del hombre podrá desfigurar, bien por ambición o maldad. Releo una vez más la hermosa descripción de Miguel de Unamuno y su pueblo sumergido de Valverde de Lucerna y aquella otra que el magistral de la Catedral de Zamora de aquellos años cincuenta del pasado siglo, Francisco Romero López, narró en su libro "Leyendas de Zamora". El pueblo, asentado en el fondo del valle, se quedó sin cosechas, sin risas, sin ganados ni prados, sin establos ni tenadas, sin horizontes ni cielos, sin soles ni lluvias, cubierto de repente por el silencioso imperio del agua que cayó sobre él como una furia, castigando su egoísmo por negarle posada a un peregrino. Ahora, en esta noche, ascenderá desde las entrañas de ese valle sumergido, el sonido fantasmal de unas campanas, sepultadas allá en el fondo con su torre, que doblan a muerto cuando llega esta medianoche, la noche de san Juan. Unas campanas que solo oirás si estás allí, en sus orillas y crees en la bondad de la Humanidad y en la inmensidad de Dios.
Al evocar esta fábula, (o no, ¿quién lo sabe?) recuerdo también la dura realidad, amortiguada por el paso del tiempo, de la catástrofe que, siglos después de la leyenda, descuartizó a un pueblo entero, Ribadelago, en una noche que no era la de hoy, a la orilla del presentido y deseado calor, sino perdida en los fríos profundos del primer enero. Y al rezar por ellos y por todos aquellos que descansan en ese camposanto fluvial, sean huesos de la leyenda antigua o esqueletos tan reales, con nombres y apellidos, como los de la tragedia, os pido una vez más que cuidemos esa maravilla de lugar del que toda Zamora está tan orgullosa, un edén en el que se han juntado a la vez todas las bellezas posibles, aunque siga cayendo sobre él, (bueno y sobre toda esta tierra nuestra), la lacra de una despoblación imparable, un drama real, vivo, tangible, que parece no interesar mas allá de nuestros límites provinciales. Algún año, por desgracia más pronto que tarde, nadie podrá oír esas campanas esta noche. No habrá nadie ya en sus orillas para poder admirar tanta hermosura y escuchar la verdad o la fantasía del bronce hundido. Se irán desvaneciendo estas tragedias y leyendas que solamente permanecerán vivas en los libros, al quedarse sin una voz que los traspase otra vez a la sangre y la palabra y extienda su memoria a través de los años en infinitas noches como ésta.
Luis Felipe Delgado de Castro
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