POR DERECHO
¿Se debe tolerar la intolerancia?
Hace varios días, en la fachada de un establecimiento, leí un cartel que se titulaba “antes de entrar” y cuyo contenido era el siguiente: el aforo es de tres personas. Tienes que ponerte gel antes de tocar nada (Te lo damos nosotros). Se prohíbe la entrada a fascistas, homófobos, sexistas y racistas. Se prohíbe la entrada con máscaras con la bandera de España.
Ante mi incredulidad, lo leí por segunda vez, mientras mi cabeza intentaba buscar un ejemplo similar acontecido hace un mes en un asador de Marbella, en el que su propietario colgó un cartel con la foto del Presidente del Gobierno y sus ministros indicando lo siguiente: “los siguientes sujetos y sujetas tiene terminantemente prohibida la entrada a este establecimiento”.
Me pregunto si estas dos actitudes, similares y de signo contrario, obedecen al cabreo del tejido empresarial ante la falta de actividad económica de los meses pasados y la necesidad de buscar culpas que palíen múltiples preocupaciones, o si por el contrario, obedecen a una manifestación mucho más profunda y que traería base en la mala educación.
Nuestra Constitución establece que la educación tiene por objeto el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos humanos fundamentales. Miraba y remiraba el cartel con la intención de conocer si las intenciones de su propietario habrían sido cotejadas con los imperativos constitucionales de la igualdad y la no discriminación.
Creo sinceramente que ambos empresarios, en un momento de calentón, se pusieron el mundo por montera, regulando su propio derecho de admisión y creando espontáneamente aspectos subjetivos no contemplados en el Reglamento que lo regula.
Conocedora de que la intolerancia es una realidad poliédrica y que sus manifestaciones son asombrosamente variadas, me preguntaba por la cosmovisión española en relación a estos aspectos y si cualquiera de nosotros, deberíamos reclamar en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. La respuesta viene de la mano de Karl R. Popper, en su obra “La sociedad abierta y sus enemigos”, en la que afirmaba que si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes (..) el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Enlazo esta idea con un pasaje de la magnífica película “La vida es bella”. En él, Giosue Orefice, el niño protagonista va paseando con Guido, su padre, al que le pregunta tras leer un cartel ante la fachada de una tienda: - ¿Por qué está prohibida la entrada a los judíos y a los perros? ¿Por qué los judíos y los perros no pueden entrar? A lo que el padre le responde: -En la ferretería, no dejan entrar a los españoles y a los caballos y en la farmacia no dejan entrar a los chinos ni a los canguros. Al niño no le basta el argumento paterno y le indica a su padre que ellos, propietarios de la librería, dejan entrar a todo el mundo. El padre le pregunta al hijo que a que quiere negarle la entrada y el hijo afirma que le dan miedo las arañas, por lo que finalmente deciden prohibir la entrada nada menos que a los visigodos y a las arañas.
Llegados a este punto, yo me haré eco de la sabiduría de Popper y mientras busco la buena educación y los principios democráticos de convivencia, prohibiré la entrada a los pangolines y a los intolerantes.
Y tú, ¿a quién le prohibirías la entrada?
Lorena Hernández del Río
Hace varios días, en la fachada de un establecimiento, leí un cartel que se titulaba “antes de entrar” y cuyo contenido era el siguiente: el aforo es de tres personas. Tienes que ponerte gel antes de tocar nada (Te lo damos nosotros). Se prohíbe la entrada a fascistas, homófobos, sexistas y racistas. Se prohíbe la entrada con máscaras con la bandera de España.
Ante mi incredulidad, lo leí por segunda vez, mientras mi cabeza intentaba buscar un ejemplo similar acontecido hace un mes en un asador de Marbella, en el que su propietario colgó un cartel con la foto del Presidente del Gobierno y sus ministros indicando lo siguiente: “los siguientes sujetos y sujetas tiene terminantemente prohibida la entrada a este establecimiento”.
Me pregunto si estas dos actitudes, similares y de signo contrario, obedecen al cabreo del tejido empresarial ante la falta de actividad económica de los meses pasados y la necesidad de buscar culpas que palíen múltiples preocupaciones, o si por el contrario, obedecen a una manifestación mucho más profunda y que traería base en la mala educación.
Nuestra Constitución establece que la educación tiene por objeto el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos humanos fundamentales. Miraba y remiraba el cartel con la intención de conocer si las intenciones de su propietario habrían sido cotejadas con los imperativos constitucionales de la igualdad y la no discriminación.
Creo sinceramente que ambos empresarios, en un momento de calentón, se pusieron el mundo por montera, regulando su propio derecho de admisión y creando espontáneamente aspectos subjetivos no contemplados en el Reglamento que lo regula.
Conocedora de que la intolerancia es una realidad poliédrica y que sus manifestaciones son asombrosamente variadas, me preguntaba por la cosmovisión española en relación a estos aspectos y si cualquiera de nosotros, deberíamos reclamar en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. La respuesta viene de la mano de Karl R. Popper, en su obra “La sociedad abierta y sus enemigos”, en la que afirmaba que si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes (..) el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Enlazo esta idea con un pasaje de la magnífica película “La vida es bella”. En él, Giosue Orefice, el niño protagonista va paseando con Guido, su padre, al que le pregunta tras leer un cartel ante la fachada de una tienda: - ¿Por qué está prohibida la entrada a los judíos y a los perros? ¿Por qué los judíos y los perros no pueden entrar? A lo que el padre le responde: -En la ferretería, no dejan entrar a los españoles y a los caballos y en la farmacia no dejan entrar a los chinos ni a los canguros. Al niño no le basta el argumento paterno y le indica a su padre que ellos, propietarios de la librería, dejan entrar a todo el mundo. El padre le pregunta al hijo que a que quiere negarle la entrada y el hijo afirma que le dan miedo las arañas, por lo que finalmente deciden prohibir la entrada nada menos que a los visigodos y a las arañas.
Llegados a este punto, yo me haré eco de la sabiduría de Popper y mientras busco la buena educación y los principios democráticos de convivencia, prohibiré la entrada a los pangolines y a los intolerantes.
Y tú, ¿a quién le prohibirías la entrada?
Lorena Hernández del Río




















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.122