CON LOS CINCO SENTIDOS
Somos de agua
Después de los sobresaltos típicos de los instantes previos a la partida, “que si te olvidaste de tal cosa”, “que llegamos tarde…”, ya todo da igual. Emprendemos marcha hacia un lugar que conocemos y que nos ayuda a encontrar lo mejor de nosotros mismos, el mar. Parece que su olor, su tacto y el hecho de fundirte con él te remueven por dentro y por fuera como una enorme sacudida. Es una sensación de limpieza espiritual profunda que extrae de tu cerebro los malos pensamientos, los peores augurios, para sacar de lo más hondo de ti al agua salada, hasta que voy y vengo de la boya más cercana, todo el dolor y el amargor del día a día.
Dicen los entendidos en estas disquisiciones que hay que visitar el mar al menos una vez al año, como si fuese cuestión de brujería que te ayudase de golpe y porrazo a quitar el mal fario. Ojalá, porque hoy empecé con esa especie de extraña a la par que sencilla terapia. Me siento bien, al menos, de momento. Apenas acabo de aterrizar por estos lares.
Me relajo porque el cansancio me doblega y me duermo como un bebé recién amamantado y limpio. De madrugada un extraño ruido que no reconozco me despierta, me asomo a la ventana y veo cómo salen a faenar los pequeños barcos de pesca por La bocana del puerto. Vuelvo a dormir pensando en la labor de esos hombres y mujeres que tanto madrugan y en la dureza de sus condiciones de trabajo. Ahora en verano pasan más horas en el mar porque los turistas se multiplican de manera exponencial y llenan bares y restaurantes bajo el reclamo de pescado fresco a mansalva, sin medida, para satisfacer sus paladares de ciudad de interior…
Después de visitar la lonja, por curiosidad más que nada, paso la mayor parte de la mañana dando largos paseos por la playa, admirando el paisaje, dejando sumergir mi cuerpo entre las olas y viendo a los más pequeños jugar entre la arena, haciendo ríos con sus cubos y palas de plástico. Yendo hacia la orilla, llenando el cubo de agua y vertiendo su contenido en una hondonada donde chapotean felices, ajenos a todo y a todos.
Observo a una niña con un vestidito blanco que no contará más de cinco ó seis años, menudita, morena y con el pelo ondulado que le llega hasta los hombros. Está parada frente al mar, con los pies hundidos en la arena, absorta mirando el horizonte. Es bellísima y me recuerda a mi hija cuando tenía esa edad. Me quedo embobada mirándola desde mi toalla, sentada y expectante para ver cuál será su próximo movimiento. Cada vez se hunde más en la arena mojada mientras sus pequeños piececitos ya han desaparecido. Es entonces cuando pierde el equilibrio y se cae de culo, manchando su inmaculado vestidito blanco. Reconozco que se me escapa una sonora carcajada que no puedo reprimir, ella entonces me mira y me sonríe. Ha sido lo mejor del día.
Ahora, ya en la cama, recuerdo de nuevo con dulzura la sonrisa que me dedicó cuando sus minúsculas posaderas tomaron tierra.
Dicen que mañana lloverá, pero yo volveré a la playa para verla otra vez, aunque quizá ya no esté. Me apena pensar en ello mientras me quedo dormida y me abraza Morfeo.
Fotograma de la película "El Viaje de Chihiro", de Miyazaki.
Nélida L. del Estal Sastre
Después de los sobresaltos típicos de los instantes previos a la partida, “que si te olvidaste de tal cosa”, “que llegamos tarde…”, ya todo da igual. Emprendemos marcha hacia un lugar que conocemos y que nos ayuda a encontrar lo mejor de nosotros mismos, el mar. Parece que su olor, su tacto y el hecho de fundirte con él te remueven por dentro y por fuera como una enorme sacudida. Es una sensación de limpieza espiritual profunda que extrae de tu cerebro los malos pensamientos, los peores augurios, para sacar de lo más hondo de ti al agua salada, hasta que voy y vengo de la boya más cercana, todo el dolor y el amargor del día a día.
Dicen los entendidos en estas disquisiciones que hay que visitar el mar al menos una vez al año, como si fuese cuestión de brujería que te ayudase de golpe y porrazo a quitar el mal fario. Ojalá, porque hoy empecé con esa especie de extraña a la par que sencilla terapia. Me siento bien, al menos, de momento. Apenas acabo de aterrizar por estos lares.
Me relajo porque el cansancio me doblega y me duermo como un bebé recién amamantado y limpio. De madrugada un extraño ruido que no reconozco me despierta, me asomo a la ventana y veo cómo salen a faenar los pequeños barcos de pesca por La bocana del puerto. Vuelvo a dormir pensando en la labor de esos hombres y mujeres que tanto madrugan y en la dureza de sus condiciones de trabajo. Ahora en verano pasan más horas en el mar porque los turistas se multiplican de manera exponencial y llenan bares y restaurantes bajo el reclamo de pescado fresco a mansalva, sin medida, para satisfacer sus paladares de ciudad de interior…
Después de visitar la lonja, por curiosidad más que nada, paso la mayor parte de la mañana dando largos paseos por la playa, admirando el paisaje, dejando sumergir mi cuerpo entre las olas y viendo a los más pequeños jugar entre la arena, haciendo ríos con sus cubos y palas de plástico. Yendo hacia la orilla, llenando el cubo de agua y vertiendo su contenido en una hondonada donde chapotean felices, ajenos a todo y a todos.
Observo a una niña con un vestidito blanco que no contará más de cinco ó seis años, menudita, morena y con el pelo ondulado que le llega hasta los hombros. Está parada frente al mar, con los pies hundidos en la arena, absorta mirando el horizonte. Es bellísima y me recuerda a mi hija cuando tenía esa edad. Me quedo embobada mirándola desde mi toalla, sentada y expectante para ver cuál será su próximo movimiento. Cada vez se hunde más en la arena mojada mientras sus pequeños piececitos ya han desaparecido. Es entonces cuando pierde el equilibrio y se cae de culo, manchando su inmaculado vestidito blanco. Reconozco que se me escapa una sonora carcajada que no puedo reprimir, ella entonces me mira y me sonríe. Ha sido lo mejor del día.
Ahora, ya en la cama, recuerdo de nuevo con dulzura la sonrisa que me dedicó cuando sus minúsculas posaderas tomaron tierra.
Dicen que mañana lloverá, pero yo volveré a la playa para verla otra vez, aunque quizá ya no esté. Me apena pensar en ello mientras me quedo dormida y me abraza Morfeo.
Fotograma de la película "El Viaje de Chihiro", de Miyazaki.
Nélida L. del Estal Sastre




















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.122