NOCTURNOS
Zamora se muere y yo me enamoro
Me gusta la madrugada niña. La recibo a las doce de la noche y me entretengo debatiendo con ella un par de horas. Cuando estoy solo, soy otra persona. El yo de día, el cotidiano, el que conoces, se va al lecho, donde le espera la almohada para recibir sus besos. El otro, el que desconoces, reflexiona, recuerda, sueña. Sabe que nunca se aburrió. Jamás se desmoronó a causa del tedio, sensación que se produce cuando los zancajos del alma se rompen.
La soledad, de vez en cuando, todos los días, me viene a buscar. Me miro en su espejo. La amo. Me acuesto con ella. Al alba, me hace cosquillas y me tira de los párpados después de contarme, una a una las pestañas de ambos párpados. Después la dejo en casa, haciendo las jeras, y me encuentro con prójimos que se me parecen en lo esencial. Cuando queda conmigo, cuando ella, esa mujer excepcional, me acompaña, me hallo con otra soledad, la que vive dentro de una dama culta, bella, sensible e inteligente. Y hablamos. Ella más que yo. Me suele llevar la contraria. Es mujer. Se sabe superior. Debatimos sobre Zamora y su futuro. No profundizamos, para no entristecernos.
También solemos tratar de viajes a ninguna parte, de la existencia de Dios, de la importancia del dinero, de los negocios que nos ocupan. La escucho con atención, mientras me deleito con sus bonitos ojos. No llegamos a conclusión alguna sobre nada. Después, cada cual se va a su casa al encuentro con su soledad, de nuestra única posesión.
La próxima vez que nos encontremos hablaremos de lo mismo. Nos quejaremos de la deriva económica y demográfica de Zamora, del carácter, pusilánime, seco y cainita de los zamoranos. Le confesaré que la quiero, pero sin emitir una sola palabra. Zamora se muere, mientras nosotros nos queremos. Como a Rick (Bogart) y Ilsa (Ingrid Bergman), a los que les quedaba París, a ella y a mí nos quedarán Zamora y sus cuitas y este periódico que se aproxima a su décima Navidad.
Me gusta la madrugada niña. La recibo a las doce de la noche y me entretengo debatiendo con ella un par de horas. Cuando estoy solo, soy otra persona. El yo de día, el cotidiano, el que conoces, se va al lecho, donde le espera la almohada para recibir sus besos. El otro, el que desconoces, reflexiona, recuerda, sueña. Sabe que nunca se aburrió. Jamás se desmoronó a causa del tedio, sensación que se produce cuando los zancajos del alma se rompen.
La soledad, de vez en cuando, todos los días, me viene a buscar. Me miro en su espejo. La amo. Me acuesto con ella. Al alba, me hace cosquillas y me tira de los párpados después de contarme, una a una las pestañas de ambos párpados. Después la dejo en casa, haciendo las jeras, y me encuentro con prójimos que se me parecen en lo esencial. Cuando queda conmigo, cuando ella, esa mujer excepcional, me acompaña, me hallo con otra soledad, la que vive dentro de una dama culta, bella, sensible e inteligente. Y hablamos. Ella más que yo. Me suele llevar la contraria. Es mujer. Se sabe superior. Debatimos sobre Zamora y su futuro. No profundizamos, para no entristecernos.
También solemos tratar de viajes a ninguna parte, de la existencia de Dios, de la importancia del dinero, de los negocios que nos ocupan. La escucho con atención, mientras me deleito con sus bonitos ojos. No llegamos a conclusión alguna sobre nada. Después, cada cual se va a su casa al encuentro con su soledad, de nuestra única posesión.
La próxima vez que nos encontremos hablaremos de lo mismo. Nos quejaremos de la deriva económica y demográfica de Zamora, del carácter, pusilánime, seco y cainita de los zamoranos. Le confesaré que la quiero, pero sin emitir una sola palabra. Zamora se muere, mientras nosotros nos queremos. Como a Rick (Bogart) y Ilsa (Ingrid Bergman), a los que les quedaba París, a ella y a mí nos quedarán Zamora y sus cuitas y este periódico que se aproxima a su décima Navidad.


















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