CON LOS CINCO SENTIDOS
Después de la tempestad
No recuerdo una época de mi vida en la que no haya tenido que soslayar pedradas mentales, pararme ante cruces de caminos cuasi idénticos, tomar decisiones difíciles o aventurarme hacia lo desconocido por una sencilla razón: poco tenía ya qué perder. Tengo vagos y perezosos recuerdos gratos, quizá de pequeña, pero no son muchos y, si los hubo en mayor cuantía ya no los retengo en la memoria, lo cual denota cuán frágiles fueron y la poca relevancia que tuvieron para mí, por fríos o distantes.
Miro hacia atrás con la nostalgia de un adulto que quiso ser niño cuando le tocaba, pero que fue adulto, muy a su pesar, siendo muy niño. No sé si esa nostalgia es producto de una falla en mi persona o de una falla en lo que me rodeaba. Se supera mal, si es que alguna vez se supera. Siempre arrastras el niño interior que no fuiste y que ya no viene a cuento ahora, aunque a veces, sin tú pretenderlo, sale a la luz. Es algo incontrolable porque, como no lo viviste cuando te tocaba, te ha quedado pendiente en la retina de la memoria.
En el amor puede que me ocurra algo parecido. Miro, ausculto lo que me rodea y me comporto como una niña, deseando que me amen precisamente por ser como soy, por ansiar ser admitida en un mundo adulto que, casi siempre, me queda grande. No crecí. Soy una mujer, tengo cuerpo de mujer, ideas de mujer, pero en mis querencias aún sigo siendo esa niña que buscaba refugio en los brazos de su padre. Puedo mantener una conversación fluida de temas controvertidos, de actualidad política, económica, social. Sí, puedo, y lo hago con vehemencia porque mis argumentos avalan lo que expongo y si no sé de algo, simplemente callo y escucho para aprender.
Pero ante el amor no me conozco. Es como si me habitara una extraterrestre. Sé que lo doy todo y, por ende, tiendo a pensar que todo me lo han de dar. Es un trueque justo. O eso pienso.
Entonces es cuando me doy de bruces con el suelo y me rompo los zapatos y me lleno de rasguños en la acera de la vida. Una acera levantada porque está en obras. Cada cual va a lo suyo. Si te das demasiado, eres una intensa, si no, una mujer fatal, fría y distante. No acierto. Sólo soy yo. Si te doy todo, dame todo, si no, despídete de manera educada de mí, con el mismo cariño y afecto que te he regalado y tan amigos. Pero no me hagas destrozar mi niña interior si no te interesa lo suficiente o te queda grande porque deseas algo más nimio. Ya he aprendido a sobrevivir con cada caída. Lo curioso es que yo olvido y perdono siempre, pero a mí no se me olvida. Por algo será.
Cosas de la vida y del egocentrismo del “otro”. Como no gasto de eso, pues prosigo en busca de la próxima estación donde apearme y alimentar mis demonios para mantenerlos tranquilitos y sujetos.
La vida sigue. Siempre amanece. Siempre.
Nélida L. Del Estal Sastre
No recuerdo una época de mi vida en la que no haya tenido que soslayar pedradas mentales, pararme ante cruces de caminos cuasi idénticos, tomar decisiones difíciles o aventurarme hacia lo desconocido por una sencilla razón: poco tenía ya qué perder. Tengo vagos y perezosos recuerdos gratos, quizá de pequeña, pero no son muchos y, si los hubo en mayor cuantía ya no los retengo en la memoria, lo cual denota cuán frágiles fueron y la poca relevancia que tuvieron para mí, por fríos o distantes.
Miro hacia atrás con la nostalgia de un adulto que quiso ser niño cuando le tocaba, pero que fue adulto, muy a su pesar, siendo muy niño. No sé si esa nostalgia es producto de una falla en mi persona o de una falla en lo que me rodeaba. Se supera mal, si es que alguna vez se supera. Siempre arrastras el niño interior que no fuiste y que ya no viene a cuento ahora, aunque a veces, sin tú pretenderlo, sale a la luz. Es algo incontrolable porque, como no lo viviste cuando te tocaba, te ha quedado pendiente en la retina de la memoria.
En el amor puede que me ocurra algo parecido. Miro, ausculto lo que me rodea y me comporto como una niña, deseando que me amen precisamente por ser como soy, por ansiar ser admitida en un mundo adulto que, casi siempre, me queda grande. No crecí. Soy una mujer, tengo cuerpo de mujer, ideas de mujer, pero en mis querencias aún sigo siendo esa niña que buscaba refugio en los brazos de su padre. Puedo mantener una conversación fluida de temas controvertidos, de actualidad política, económica, social. Sí, puedo, y lo hago con vehemencia porque mis argumentos avalan lo que expongo y si no sé de algo, simplemente callo y escucho para aprender.
Pero ante el amor no me conozco. Es como si me habitara una extraterrestre. Sé que lo doy todo y, por ende, tiendo a pensar que todo me lo han de dar. Es un trueque justo. O eso pienso.
Entonces es cuando me doy de bruces con el suelo y me rompo los zapatos y me lleno de rasguños en la acera de la vida. Una acera levantada porque está en obras. Cada cual va a lo suyo. Si te das demasiado, eres una intensa, si no, una mujer fatal, fría y distante. No acierto. Sólo soy yo. Si te doy todo, dame todo, si no, despídete de manera educada de mí, con el mismo cariño y afecto que te he regalado y tan amigos. Pero no me hagas destrozar mi niña interior si no te interesa lo suficiente o te queda grande porque deseas algo más nimio. Ya he aprendido a sobrevivir con cada caída. Lo curioso es que yo olvido y perdono siempre, pero a mí no se me olvida. Por algo será.
Cosas de la vida y del egocentrismo del “otro”. Como no gasto de eso, pues prosigo en busca de la próxima estación donde apearme y alimentar mis demonios para mantenerlos tranquilitos y sujetos.
La vida sigue. Siempre amanece. Siempre.
Nélida L. Del Estal Sastre




















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