ZAMORANA
Inasumible Navidad
“Monotonía de lluvia tras los cristales”, como decía el poeta. Un aire fiero barre las gotas que caen con fuerza batiendo la calle a un lado y a otro y arrancan las pocas hojas ya amarillentas que apenas se sostienen colgando de los árboles. Rumor de aires fríos, preludio de una Navidad triste que se empeñan en querer salvar sin tener en cuenta que estamos inmersos en una pandemia que nos ha asolado con una cifra escalofriante de muertos pero, a pesar de todo, este año no queremos dejar la tradición, aparcarla a un lado en vías de un motivo mucho más importante que es la salud. Se ha demostrado que solo el confinamiento, la distancia social y todas las recomendaciones que nos dictan los expertos son las únicas herramientas de que disponemos para combatir el virus o, al menos, plantarle cara. En cuanto existe una distracción, cuando no se respetan las normas, cuando se junta más gente de la necesaria para celebrar una fiesta absurda y reemplazable, hemos visto que aumentan los casos y que el contagio es exponencial; sin embargo la Navidad que muy poca gente celebra pensando en su significado primigenio que es la natividad o el advenimiento del Señor, sino que más bien se viven como unas fechas dadas al festejo, la diversión, el jolgorio y las comilonas… eso parece que no puede demorarse un tiempo.
Las reuniones familiares se pueden aplazar, las comidas se pueden posponer, los viajes también; todo va a estar en el mismo sitio cuando la situación haya mejorado. Pretender que ahora, este fin de año, sea como los demás es poco menos que un despropósito y no entiendo como las grandes ciudades siguen gastándose un dineral en iluminación navideña y no destinan esos fondos a la gente -sobre todo de la hostelería- o las personas en paro con necesidades más acuciantes que el brillo de miles de luminarias, al menos este año.
A veces me parece que la sinrazón y el desatino domina la realidad, que poca gente es consciente de la gravedad de esta pandemia, que hay que guardar unas medidas de prevención porque es lo único que tenemos a nuestro alcance y que esto pasará como todo, pero la idea es que no se siga sembrando la sociedad de cadáveres y enfermos; y me desquicia que seamos tan poco maduros, que todo siga igual que el año pasado por estas fechas: los mismos anuncios publicitarios conminándonos a gastar, idénticas frivolidades, los centros comerciales abarrotados, las calles rebosantes de gente, todos esperando reuniones masivas y las grandes comilonas y fiestas a las que, por supuesto, no se puede renunciar. Luego llegará enero y con él los anuncios de juguetes porque hay que celebrar la navidad, y yo me pregunto:
¿Qué comprarán quienes lo han perdido todo este año, los que se han quedado sin trabajo, sin casa, sin ahorros, los que tienen que acudir periódicamente a las infames colas del hambre?
¿Acaso ellos no tienen hijos que querrán también uno de esos juguetes que anuncian constantemente por todas partes?
¿Cómo se hace comprender a un niño que eso es para otros, porque sus padres no se lo pueden permitir?
¿Piensa el gobierno en todas estas personas cuando hablan de “salvar la Navidad”?
¿Es ético seguir pensando en árboles cada vez más grandes y con más bombillas, en escaparates que rebosan productos incitando a comprar, o en calles bellamente iluminadas con la situación económica por la que está atravesando este país?
Somos muy conscientes de que esta imprudencia que está a punto de cometerse va a traer el regalo de reyes más especial con el que ya casi todo el mundo cuenta: la tercera ola de contagios inaugurará el 2021 a golpe de pandereta y descorche de champán; después llegará la asunción de unas responsabilidades que nadie asumirá, y a esperar la vacuna porque como he oído decir a algunos: “No pasa nada por celebrar las navidades, luego nos ponemos la vacuna y no hay problema”
A veces pienso que estamos inmersos en una sociedad muerta, que se asume el disparate como un mal menor, carecemos de cordura, sensatez y crítica; no tenemos sentido, ni responsabilidad, ni compromiso para rebelarnos contra los yerros de un gobierno deslegitimado moralmente y de una oposición inexistente. No hay quien lidere y ponga rumbo a esta España que va a la deriva.
Hablando de sinsentidos, el último absurdo ha sido la decisión tomada por el Consejo Interterritorial en relación con las normas de cara a las celebraciones navideñas, esos acuerdos de “obligado cumplimiento” que limitan a diez personas las reuniones en los días señalados: Navidad, Nochevieja y Año Nuevo. Me pregunto quién y cómo va hacer el cómputo de la gente que se junte dentro de cada domicilio para comprobar si el número de personas se sujeta a la norma o se apelará a aquello de: “donde dicen diez pueden entrar quince”; y la segunda medida que me ha llamado la atención por lo ambiguo y confuso de la norma es que “no permitirán la movilidad entre autonomías del 23 al 6 de enero, con excepciones cuando se trate de un reagrupamiento familiar, esto es, el desplazamiento a la residencia habitual de familiares o allegados”. Este término de “allegados”, no deja de ser un eufemismo para dar rienda suelta a que cada uno haga lo que le plazca sin haber -una vez más- pautas firmes y claras por parte del gobierno en relación con la pandemia.
No se puede estar con Dios y con el diablo al mismo tiempo, hay que mojarse y dictar normas claras, ni tampoco se debe dejar en manos de las comunidades autónomas dictámenes que deberían ser de índole nacional y, por tanto, tendrían que asumirse unilateralmente por el gobierno central como máximo responsable de todos los ciudadanos tomando medidas uniformes para toda la población, y, por último, no puede salir a la palestra un ministro o incluso el propio presidente del gobierno apelando a la responsabilidad ciudadana; para nuestra desgracia no somos un país obediente ni disciplinado; hay una inmensa mayoría de imprudentes que no acatan las normas, niegan una situación evidente o se rebelan de manera deliberada con el riesgo de que si se contagian expanden el virus; atendemos, pues, solo cuando nos tocan el bolsillo, se obedece cuando hay multas que nos castigan las imprudencias porque si se pueden eludir las normas, aquí las eludimos, ya que la picaresca es consustancial con nuestra forma de ser.
Temo los días que se avecinan, los contagios que se gestarán y los hospitales que volverán a llenarse, pero debo ser de las pocas personas que piensan así porque nada cambia en estas fechas cuando todo debería ser diferente. Tal vez sea un problema de memoria ¡somos tan olvidadizos! y, al mismo tiempo, ¡hemos aprendido tan poco!
Por si acaso, para todos y en la medida que pregonan esa responsabilidad personal de cada uno, que sea ¡feliz Navidad!
Mª Soledad Martín Turiño
“Monotonía de lluvia tras los cristales”, como decía el poeta. Un aire fiero barre las gotas que caen con fuerza batiendo la calle a un lado y a otro y arrancan las pocas hojas ya amarillentas que apenas se sostienen colgando de los árboles. Rumor de aires fríos, preludio de una Navidad triste que se empeñan en querer salvar sin tener en cuenta que estamos inmersos en una pandemia que nos ha asolado con una cifra escalofriante de muertos pero, a pesar de todo, este año no queremos dejar la tradición, aparcarla a un lado en vías de un motivo mucho más importante que es la salud. Se ha demostrado que solo el confinamiento, la distancia social y todas las recomendaciones que nos dictan los expertos son las únicas herramientas de que disponemos para combatir el virus o, al menos, plantarle cara. En cuanto existe una distracción, cuando no se respetan las normas, cuando se junta más gente de la necesaria para celebrar una fiesta absurda y reemplazable, hemos visto que aumentan los casos y que el contagio es exponencial; sin embargo la Navidad que muy poca gente celebra pensando en su significado primigenio que es la natividad o el advenimiento del Señor, sino que más bien se viven como unas fechas dadas al festejo, la diversión, el jolgorio y las comilonas… eso parece que no puede demorarse un tiempo.
Las reuniones familiares se pueden aplazar, las comidas se pueden posponer, los viajes también; todo va a estar en el mismo sitio cuando la situación haya mejorado. Pretender que ahora, este fin de año, sea como los demás es poco menos que un despropósito y no entiendo como las grandes ciudades siguen gastándose un dineral en iluminación navideña y no destinan esos fondos a la gente -sobre todo de la hostelería- o las personas en paro con necesidades más acuciantes que el brillo de miles de luminarias, al menos este año.
A veces me parece que la sinrazón y el desatino domina la realidad, que poca gente es consciente de la gravedad de esta pandemia, que hay que guardar unas medidas de prevención porque es lo único que tenemos a nuestro alcance y que esto pasará como todo, pero la idea es que no se siga sembrando la sociedad de cadáveres y enfermos; y me desquicia que seamos tan poco maduros, que todo siga igual que el año pasado por estas fechas: los mismos anuncios publicitarios conminándonos a gastar, idénticas frivolidades, los centros comerciales abarrotados, las calles rebosantes de gente, todos esperando reuniones masivas y las grandes comilonas y fiestas a las que, por supuesto, no se puede renunciar. Luego llegará enero y con él los anuncios de juguetes porque hay que celebrar la navidad, y yo me pregunto:
¿Qué comprarán quienes lo han perdido todo este año, los que se han quedado sin trabajo, sin casa, sin ahorros, los que tienen que acudir periódicamente a las infames colas del hambre?
¿Acaso ellos no tienen hijos que querrán también uno de esos juguetes que anuncian constantemente por todas partes?
¿Cómo se hace comprender a un niño que eso es para otros, porque sus padres no se lo pueden permitir?
¿Piensa el gobierno en todas estas personas cuando hablan de “salvar la Navidad”?
¿Es ético seguir pensando en árboles cada vez más grandes y con más bombillas, en escaparates que rebosan productos incitando a comprar, o en calles bellamente iluminadas con la situación económica por la que está atravesando este país?
Somos muy conscientes de que esta imprudencia que está a punto de cometerse va a traer el regalo de reyes más especial con el que ya casi todo el mundo cuenta: la tercera ola de contagios inaugurará el 2021 a golpe de pandereta y descorche de champán; después llegará la asunción de unas responsabilidades que nadie asumirá, y a esperar la vacuna porque como he oído decir a algunos: “No pasa nada por celebrar las navidades, luego nos ponemos la vacuna y no hay problema”
A veces pienso que estamos inmersos en una sociedad muerta, que se asume el disparate como un mal menor, carecemos de cordura, sensatez y crítica; no tenemos sentido, ni responsabilidad, ni compromiso para rebelarnos contra los yerros de un gobierno deslegitimado moralmente y de una oposición inexistente. No hay quien lidere y ponga rumbo a esta España que va a la deriva.
Hablando de sinsentidos, el último absurdo ha sido la decisión tomada por el Consejo Interterritorial en relación con las normas de cara a las celebraciones navideñas, esos acuerdos de “obligado cumplimiento” que limitan a diez personas las reuniones en los días señalados: Navidad, Nochevieja y Año Nuevo. Me pregunto quién y cómo va hacer el cómputo de la gente que se junte dentro de cada domicilio para comprobar si el número de personas se sujeta a la norma o se apelará a aquello de: “donde dicen diez pueden entrar quince”; y la segunda medida que me ha llamado la atención por lo ambiguo y confuso de la norma es que “no permitirán la movilidad entre autonomías del 23 al 6 de enero, con excepciones cuando se trate de un reagrupamiento familiar, esto es, el desplazamiento a la residencia habitual de familiares o allegados”. Este término de “allegados”, no deja de ser un eufemismo para dar rienda suelta a que cada uno haga lo que le plazca sin haber -una vez más- pautas firmes y claras por parte del gobierno en relación con la pandemia.
No se puede estar con Dios y con el diablo al mismo tiempo, hay que mojarse y dictar normas claras, ni tampoco se debe dejar en manos de las comunidades autónomas dictámenes que deberían ser de índole nacional y, por tanto, tendrían que asumirse unilateralmente por el gobierno central como máximo responsable de todos los ciudadanos tomando medidas uniformes para toda la población, y, por último, no puede salir a la palestra un ministro o incluso el propio presidente del gobierno apelando a la responsabilidad ciudadana; para nuestra desgracia no somos un país obediente ni disciplinado; hay una inmensa mayoría de imprudentes que no acatan las normas, niegan una situación evidente o se rebelan de manera deliberada con el riesgo de que si se contagian expanden el virus; atendemos, pues, solo cuando nos tocan el bolsillo, se obedece cuando hay multas que nos castigan las imprudencias porque si se pueden eludir las normas, aquí las eludimos, ya que la picaresca es consustancial con nuestra forma de ser.
Temo los días que se avecinan, los contagios que se gestarán y los hospitales que volverán a llenarse, pero debo ser de las pocas personas que piensan así porque nada cambia en estas fechas cuando todo debería ser diferente. Tal vez sea un problema de memoria ¡somos tan olvidadizos! y, al mismo tiempo, ¡hemos aprendido tan poco!
Por si acaso, para todos y en la medida que pregonan esa responsabilidad personal de cada uno, que sea ¡feliz Navidad!
Mª Soledad Martín Turiño



















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