El amor vulgar y la política burda

Me invitan a que escriba sobre la res pública, de la política y sus circunstancias, sus ideales y sus corrupciones. Desean que ponga el mismo ímpetu reflexivo, idéntico énfasis, en mis textos sobre el amor y sus placeres, sobre la pasión y sus cuitas. Lo intentaré.

No me resulta especialmente complicado. ¿Por qué? Diáfano. Aserto: si hubiera amor en el mundo de la política, la corrupción solo sería una palabra que figurase en el Diccionario de la R.A.E. Si cada cual dedicase todo su talento e inteligencia, más el capital de su tiempo, a su progreso personal, aseguro que el amor no existe, que nunca fue, ni es ni será. Cuando uno se quiere mucho, demasiado, no ama a nadie. Lo parece.

 Ahora bien, la política, en su estado puro, en su génesis, es un arte, sacrificio por la sociedad, inteligencia al servicio del pueblo, olvidarte de tu ego para elevar la calidad de vida del ciudadano, dar sin esperar nada a cambio. Pero la res pública, como el amor, se prostituye, cuando se abre la muralla a la felonía, al nepotismo, a la perversión y el resto de sinónimos de la corrupción.

Cuando la política pierde su belleza original, la libertad se convierte en palabra que huye; la democracia, en un recuerdo de la Atenas de Pericles, y la mentira se metaboliza mejor que la verdad. Política burda, dirigida por políticos zafios.

Y, cuando el amor procura solo  la satisfacción personal, solo escucha la voz del ego y tu pareja se transforma en materia para alcanzar el placer, se convertirá en sexo, vicio, política, vulgaridad.

Eugenio-Jesús de Ávila