CON LOS CINCO SENTIDOS
Para Berenice: La vida en un instante
Me llamo Berenice, como el nombre que da título a la tragedia escrita por el dramaturgo francés Jean Racine, o a la ópera de Händel, o a uno de los relatos breves de Edgar Allan Poe. Ahora tengo 47 años, pero cuando me sobrevino un ictus sólo tenía 44. No hay derecho a algo así, siendo tan joven, estando tan llena de ganas, con mis hijos y mi vida empezando una nueva andadura. Te pasas la mitad de la existencia organizando la otra mitad de esa existencia. No disfrutas más que de la nada porque ésta se va tan aprisa que no logras captar su atención y los mimos del amor de media tarde. Esa mitad de la existencia se pierde en organizar, ayudar a otros, olvidarte de ti mismo, comer de pie en la cocina, o no comer por falta de tiempo. En dar besos al aire a tus hijos porque no hay ni media hora para departir sobre cómo les fue el día y es entonces cuando sientes ese crujido en el cerebro que te obliga a parar en seco. En un antes y un después. Tu vida te pasa por delante en el instante en el que ves que ya no eres consciente de si estás diciendo algo con sentido alguno o tu cara no es más que una mueca extraña a la que se le torció el gesto. Y no te ves, te ven los demás como a alguien extraño.
Te paras, porque la vida te para. Piensas, porque ahora tienes todo el tiempo del mundo para pensar, para aprender a andar de nuevo y a coger tus brazos y abrazar a tu padre con ellos sin que se te caigan como se le caen los brazos a un bebé. Y aprendes a comer, los olores y sabores nuevos, el sexo, que quizá no cates ya del mismo modo, o sí, vete a saber. Y todo porque la vida te lo estaba advirtiendo y no le hiciste caso a tiempo de parar en un meandro del río y refrescar los pies al caminar, parar. Parar. Piensa. Para.
Han pasado tres años y he tenido que aprender a volver a mirarme en el espejo sin repudiar lo que reflejaba ese tremendo delator de las verdades del mundo. ¿Por qué no escuché lo que mi cuerpo me decía con sus viscerales palabras? ¿Por qué no paré a tiempo de intervenir en este designio cruel que me acechaba a la vuelta de la esquina?
Mi vida experimentó un giro de 180º. Me puso de nuevo en el punto de partida cuando tenía más éxito, más amigos y conocidos, también, un nuevo amor. Cuando estaba rearmando mi continuidad en este mundo, no vi nada. No advertí ese “crack” que me habría de partir en dos para siempre.
Mi padre, al que adoro y adoraré mientras me quede un hálito de permanencia, me dijo que escribiera todo lo que se me pasara por la cabeza sobre lo ocurrido, que me ayudaría a sobreponerme y sería terapéutico para mí y para toda la familia. Pues bien, la cosa empezó de la manera menos glamurosa posible, un ictus no tiene clase, porque igual le da a una diva que a una cualquiera. Estaba dando aquel infausto día un curso de Orientación Laboral y de repente, desperté en una camilla de ambulancia, camino de Valladolid, sin sentir nada en la parte izquierda de todo mi cuerpo. Sólo oía a los enfermeros que me trasladaban y atendían una frase que no podré olvidar mientras mis huesos estén sobre la tierra que piso: “código ictus”, “código ictus”. Cuando conseguí despertar, recuerdo perfectamente la primera imagen que vieron mis ojos, la barba de mi hermano Hugo. Entonces, aunque no me sintiera a mí misma en ese cuerpo, me sentí en casa. A resguardo. Debieron de venir a verme todos mis familiares, padres, hermanos, sobrinos, pero no soy muy consciente de que debí de estar demasiado grave. Ahora, lo sé. Ahora ya sí lo sé.
Me aterraba tanto no volver a ver a mis hijos que no reparaba en que no podía casi ni moverme. Tonta e ilusa de mí, me decía, “se fue tu cuerpo, pero volverá. Volverá”, “Algún día volverá, esto es pasajero”.
Han pasado tres larguísimos años. Paradoja perversa, vivía tan rápido que mi cuerpo me frenó en seco y ahora voy arrastrando la vida y recuperando poco a poco la movilidad de mis miembros. Quedo con amigas, cerca de casa. Eso algunas veces, otras vienen a verme y toman café, charlamos, me miran con cara de lástima unas, de asombro por mi fortaleza, otras y otros. Algunas me han dejado a mitad de camino cuando más las necesitaba, pero tengo una amiga morena que escribe y que me ha dicho que eso suele pasar mucho. Que ella también se sintió abandonada cuando más necesitó de los otros. Me dijo que hay que ser un puto cobarde para dejar de lado a un amigo que ha sufrido, que es mejor olvidar y mirar hacia adelante porque quien actúa de ese modo no era amigo y es mejor haberse dado cuenta a tiempo. Se llama Nely y ha sido todo un descubrimiento. Tiene los ovarios bien puestos.
Estuve un tiempo en el Instituto Guttmann (Badalona), hospital de referencia para el tratamiento médico-quirúrgico y la rehabilitación integral de personas afectadas por una lesión medular, un daño cerebral adquirido u otra discapacidad de origen neurológico. Fue muy duro. Mis manos y mis pies fueron los de mi madre, ella me aportaba una serenidad y una seguridad que no habría podido hallar en ninguna otra persona. Pero quiero dar las gracias a todos y cada uno de los que estuvieron ese tiempo a mi lado, a los pies de la cama, en la rehabilitación, dura y penosa, y en la distancia, con sus mensajes y llamadas llenas de un inmenso cariño sincero, de ese que sabes que no es impostado, que es del de verdad. Por eso tengo la sana obligación de dar las gracias, uno por uno, a todos ellos. En primer lugar, a mis padres, mi sostén y mi apoyo, a mi hermano Hugo, a Nico, Lope, Rodrigo, Diego, Paula, Lola, Ángela, Juan, Carlos, Arturo, Iván, Miguel y Dochi.
No he recuperado aún la movilidad y el espejo no refleja lo que yo quisiera, pero no voy a rendirme, eso es de cobardes y yo no me tengo por tal cosa. No sé si volveré a ser la misma de hace tres años, pero os juro que no voy a dejar de intentarlo cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año de lo que me reste de vida. Ahora sé de buena tinta con quién puedo contar, quién no me fallará nunca y a quién no le deberé ni un jodido café. Sí, a veces hace falta que te dé un ictus para descartar de tu vida a personas que no aportaban absolutamente nada y cuya ausencia aún me sigue decepcionando, pero ya menos. De veras, cada vez menos. Ahora importo yo. Ahora importa Berenice y los que han permanecido junto a mí durante estos años de durísima espera y recuperación. También importan los “nuevos”, esos que no tuve el placer de conocer en profundidad por mi vida acelerada y que ahora son parte esencial de mi vida diaria. Gracias por hacer que mi estancia, aún en estas condiciones, sea bonita. Tengo días buenos, regulares y peores. Hay días en los que me invade una profunda melancolía, pero miro las fotografías de mis dos hijos, que estudian fuera, uno Derecho, otro Medicina, y es entonces cuando sé de manera fehaciente que no me va a parar ni dios ni el diablo. Que no tengo freno para la vida en este jodido carrusel de emociones que es el día a día. Que con mi tesón, mi sentido del humor y mi sarcasmo, más la ayuda de mis seres queridos, esto sólo habrá sido un instante funesto en una vida plena. Brindo por ello.
Nélida L. del Estal Sastre
Me llamo Berenice, como el nombre que da título a la tragedia escrita por el dramaturgo francés Jean Racine, o a la ópera de Händel, o a uno de los relatos breves de Edgar Allan Poe. Ahora tengo 47 años, pero cuando me sobrevino un ictus sólo tenía 44. No hay derecho a algo así, siendo tan joven, estando tan llena de ganas, con mis hijos y mi vida empezando una nueva andadura. Te pasas la mitad de la existencia organizando la otra mitad de esa existencia. No disfrutas más que de la nada porque ésta se va tan aprisa que no logras captar su atención y los mimos del amor de media tarde. Esa mitad de la existencia se pierde en organizar, ayudar a otros, olvidarte de ti mismo, comer de pie en la cocina, o no comer por falta de tiempo. En dar besos al aire a tus hijos porque no hay ni media hora para departir sobre cómo les fue el día y es entonces cuando sientes ese crujido en el cerebro que te obliga a parar en seco. En un antes y un después. Tu vida te pasa por delante en el instante en el que ves que ya no eres consciente de si estás diciendo algo con sentido alguno o tu cara no es más que una mueca extraña a la que se le torció el gesto. Y no te ves, te ven los demás como a alguien extraño.
Te paras, porque la vida te para. Piensas, porque ahora tienes todo el tiempo del mundo para pensar, para aprender a andar de nuevo y a coger tus brazos y abrazar a tu padre con ellos sin que se te caigan como se le caen los brazos a un bebé. Y aprendes a comer, los olores y sabores nuevos, el sexo, que quizá no cates ya del mismo modo, o sí, vete a saber. Y todo porque la vida te lo estaba advirtiendo y no le hiciste caso a tiempo de parar en un meandro del río y refrescar los pies al caminar, parar. Parar. Piensa. Para.
Han pasado tres años y he tenido que aprender a volver a mirarme en el espejo sin repudiar lo que reflejaba ese tremendo delator de las verdades del mundo. ¿Por qué no escuché lo que mi cuerpo me decía con sus viscerales palabras? ¿Por qué no paré a tiempo de intervenir en este designio cruel que me acechaba a la vuelta de la esquina?
Mi vida experimentó un giro de 180º. Me puso de nuevo en el punto de partida cuando tenía más éxito, más amigos y conocidos, también, un nuevo amor. Cuando estaba rearmando mi continuidad en este mundo, no vi nada. No advertí ese “crack” que me habría de partir en dos para siempre.
Mi padre, al que adoro y adoraré mientras me quede un hálito de permanencia, me dijo que escribiera todo lo que se me pasara por la cabeza sobre lo ocurrido, que me ayudaría a sobreponerme y sería terapéutico para mí y para toda la familia. Pues bien, la cosa empezó de la manera menos glamurosa posible, un ictus no tiene clase, porque igual le da a una diva que a una cualquiera. Estaba dando aquel infausto día un curso de Orientación Laboral y de repente, desperté en una camilla de ambulancia, camino de Valladolid, sin sentir nada en la parte izquierda de todo mi cuerpo. Sólo oía a los enfermeros que me trasladaban y atendían una frase que no podré olvidar mientras mis huesos estén sobre la tierra que piso: “código ictus”, “código ictus”. Cuando conseguí despertar, recuerdo perfectamente la primera imagen que vieron mis ojos, la barba de mi hermano Hugo. Entonces, aunque no me sintiera a mí misma en ese cuerpo, me sentí en casa. A resguardo. Debieron de venir a verme todos mis familiares, padres, hermanos, sobrinos, pero no soy muy consciente de que debí de estar demasiado grave. Ahora, lo sé. Ahora ya sí lo sé.
Me aterraba tanto no volver a ver a mis hijos que no reparaba en que no podía casi ni moverme. Tonta e ilusa de mí, me decía, “se fue tu cuerpo, pero volverá. Volverá”, “Algún día volverá, esto es pasajero”.
Han pasado tres larguísimos años. Paradoja perversa, vivía tan rápido que mi cuerpo me frenó en seco y ahora voy arrastrando la vida y recuperando poco a poco la movilidad de mis miembros. Quedo con amigas, cerca de casa. Eso algunas veces, otras vienen a verme y toman café, charlamos, me miran con cara de lástima unas, de asombro por mi fortaleza, otras y otros. Algunas me han dejado a mitad de camino cuando más las necesitaba, pero tengo una amiga morena que escribe y que me ha dicho que eso suele pasar mucho. Que ella también se sintió abandonada cuando más necesitó de los otros. Me dijo que hay que ser un puto cobarde para dejar de lado a un amigo que ha sufrido, que es mejor olvidar y mirar hacia adelante porque quien actúa de ese modo no era amigo y es mejor haberse dado cuenta a tiempo. Se llama Nely y ha sido todo un descubrimiento. Tiene los ovarios bien puestos.
Estuve un tiempo en el Instituto Guttmann (Badalona), hospital de referencia para el tratamiento médico-quirúrgico y la rehabilitación integral de personas afectadas por una lesión medular, un daño cerebral adquirido u otra discapacidad de origen neurológico. Fue muy duro. Mis manos y mis pies fueron los de mi madre, ella me aportaba una serenidad y una seguridad que no habría podido hallar en ninguna otra persona. Pero quiero dar las gracias a todos y cada uno de los que estuvieron ese tiempo a mi lado, a los pies de la cama, en la rehabilitación, dura y penosa, y en la distancia, con sus mensajes y llamadas llenas de un inmenso cariño sincero, de ese que sabes que no es impostado, que es del de verdad. Por eso tengo la sana obligación de dar las gracias, uno por uno, a todos ellos. En primer lugar, a mis padres, mi sostén y mi apoyo, a mi hermano Hugo, a Nico, Lope, Rodrigo, Diego, Paula, Lola, Ángela, Juan, Carlos, Arturo, Iván, Miguel y Dochi.
No he recuperado aún la movilidad y el espejo no refleja lo que yo quisiera, pero no voy a rendirme, eso es de cobardes y yo no me tengo por tal cosa. No sé si volveré a ser la misma de hace tres años, pero os juro que no voy a dejar de intentarlo cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año de lo que me reste de vida. Ahora sé de buena tinta con quién puedo contar, quién no me fallará nunca y a quién no le deberé ni un jodido café. Sí, a veces hace falta que te dé un ictus para descartar de tu vida a personas que no aportaban absolutamente nada y cuya ausencia aún me sigue decepcionando, pero ya menos. De veras, cada vez menos. Ahora importo yo. Ahora importa Berenice y los que han permanecido junto a mí durante estos años de durísima espera y recuperación. También importan los “nuevos”, esos que no tuve el placer de conocer en profundidad por mi vida acelerada y que ahora son parte esencial de mi vida diaria. Gracias por hacer que mi estancia, aún en estas condiciones, sea bonita. Tengo días buenos, regulares y peores. Hay días en los que me invade una profunda melancolía, pero miro las fotografías de mis dos hijos, que estudian fuera, uno Derecho, otro Medicina, y es entonces cuando sé de manera fehaciente que no me va a parar ni dios ni el diablo. Que no tengo freno para la vida en este jodido carrusel de emociones que es el día a día. Que con mi tesón, mi sentido del humor y mi sarcasmo, más la ayuda de mis seres queridos, esto sólo habrá sido un instante funesto en una vida plena. Brindo por ello.
Nélida L. del Estal Sastre































Fran | Viernes, 18 de Diciembre de 2020 a las 00:08:42 horas
“ Estaba yo recién cortada y mis hermanas me lloraban cuando, de pronto, con un rápido batir de alas, el dulce soplo del céfiro me lleva a través de las nubes del éter y me deposita en el venerable seno de la divina noche Cipris. Y a fin de que yo, la hermosa melena de Berenice, apareciese fija en el cielo brillando para los humanos en medio de innumerables astros, Cipris me colocó, como nueva estrella, en el antiguo coro de los astros.“
Eterna te hizo el poema y, brillante, un diosa en los cielos ... Siempre, aquí o allí. Siempre !!
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