El amor a mi edad

¿Consideras, mujer, que no soy digno de escribir versos blancos, rima asonante del placer, en tu gineceo? ¿Piensas que no tengo edad para satisfacerte, para conducirte al nirvana del hedonismo, para recorrer tu columna vertebral, desde las cervicales al coxis, beso a beso, humedeciendo el valle de tu espalda con el néctar que segrega mi lengua? ¿Concluiste que mi verbo te aburre, te adormece, te sabe a tedio, a cuento del abuelo? ¿Tengo alguna virtud que satisfaga tu feminidad, excite tu alma, deseen tus senos, reclamen tus ingles?

Te pude querer, amor, como la fuerza de un adolecente, pero con la experiencia de décadas de vida, cuando el sexo se piensa, cuando el sexo se dirige desde el seso, cuando el sexo importa más después que antes de la cópula. Si eres joven, hay un sexo que antecede al placer, y un hastío, bañado en desgana, en cigarrillo, en baño, tras alcanzar el clímax.

A mi edad, que también es casi la tuya, el sexo es amor que se escribe sobre otro cuerpo antes de convertirse en una sola alma. Después, el tiempo se detiene, como si no existiera, como si alcanzaras otra dimensión, y, cuando tu carne recibe a tu alma, de regreso, de la estación de orgasmo, nacen las caricias, se descubre la ternura, los besos buscan versos en los labios de tu amada, las palabras se esculpen como si fueran mármol de Carrara para crear la estatua de la pasión eterna.

A mis años, se ama como nunca, con los cinco sentidos e incluso con un séptimo, con el intelecto; te olvidas de tu ego y te desdibujas en otro ser; dejas de estar para ser, de existir en ti y nacer en otro. Más que amar, adoras, a esa dama como si fuera tu diosa. Desprecias la muerte, porque ella es la vida eterna.

Quién ama no muere jamás. Fenece su cuerpo, pero la pasión se borra del tiempo, no avanza ni retrocede, no hay pasado ni futuro. El amor es. Nunca fue, ni será.