La paradoja del amor

Paradoja erótica.  Convencido estoy que las mujeres que me amaron fueron mejores personas que yo. Lo tenían todo: belleza, bondad, sensibilidad, unas más inteligentes y otras, menos dotadas para la reflexión intelectual. Pero no las amé como merecían. Y ahora, cuando ya soy una especie de cuerpo preparado para la momificación, me enamoro de una mujer que también posee extraordinarios encantos, pero no me quiere ni me querrá,  y es, como persona, quizá la más ladina, cuca, egoísta de todas aquellas que pasaron por mi vida.

¿Qué me ha sucedido, que extraña transformación ha sufrido mi alma para enamorarme de una fémina que me presta tan escasa atención? En efecto, es hermosa y posee talento. Pero qué puedo esperar yo de esta dama de la desesperanza. ¿Por qué, cuando me llama, de cuando en cuando, si me necesita, acudo a su cita? ¿Soy un cretino?

A mi edad, un seductor empedernido, pero también en etapa de jubilación erótica, solo debería buscar el placer de la carne, la conversación profunda y delicada, la sonrisa más que la carcajada; buenos libros, películas geniales, músicas que emocionen, personas que llenen y espectáculos teatrales apasionantes.

Quizá, incauto, cándido, estólido, me enamoré como castigo. Eros ha querido que, ya que no sufrí por amor en los años de la caricia y el deleite, de sábanas ardientes, de lechos volcánicos, de jadeos infinitos, de orgasmos celestiales, de sexo sin seso, de sexo como cerebro, pague ahora, cuando mi corazón cubría de escarcha los ventrículos, y cubría de rocío las aurículas, con este amor no correspondido, la penitencia de tanta burla, la expiación de besos secos, de coitos fingidos,  de palabras vacías, de promesas incumplidas.

Ella se ha convertido en la sacerdotisa de mis pecados, némesis de la justicia erótica, Afrodita que secuestró mi alma para secarla a la luz

Eugenio-Jesús de Ávila