DESDE LOS ESTADOS UNIDOS
Mirar al futuro, de nuevo, con esperanza
El miércoles 20 de enero fue un día de emociones, un día en el que el gobierno que entra en funciones se parece al pueblo que representa: diverso, multirracial, multirreligioso. Ha sido, también, un día raro: por primera vez el presidente que deja el cargo no ha asistido a darle la bienvenida al presidente entrante; el Capitolio y áreas aledañas tenían más tropas desplegadas que las que hay en Irak y Afganistán ahora mismo; los abrazos típicos de esta ceremonia se redujeron al mínimo y solo cuando la emoción ganó a alguno de los presentes, se fundieron en un cuerpo a cuerpo. El coronavirus obligó, además, a que todos los presentes cubrieran la mitad de su rostro con máscaras para prevenir la expansión del virus. La plaza, donde tradicionalmente se juntan cientos de miles de personas para presenciar este acto, estaba casi vacía, y el Capitolio lucía más como un bunker que como la sede del Congreso de los Estados Unidos.
Pero pese a todas estas particularidades, que han hecho de este 20 de enero un día atípico en la historia democrática del país, la toma de gobierno fue altamente emotiva. Desde antes de su inicio me pegué a la pantalla de la computadora, intentando no perder ni un segundo de lo que pasaba. A cientos de kilómetros de Washington, en el bosque en el que vivo, escuché cada discurso, cada oración, cada declaración, cada canción como si yo también estuviera allí. Detrás de otras pantallas muchos amigos compartían la misma emoción, y enviaban mensajes en los que describían lo que estaban sintiendo: “estoy en el trabajo, y estoy llorando como una boba”, me decía una amiga, gringa, psicóloga; “hoy solo sé que voy a celebrar; ya trabajaré mañana”, me decía otro amigo, puertorriqueño. Y otra más, alemana, añadía: “ahora siento que puedo respirar de nuevo”. Yo, que no creo en los políticos, lloraba emocionada, viendo tanta diversidad, tantas ganas de cambiar el rumbo de las cosas, y de lograr una reconciliación que, al menos por un momento, parece posible. Cada uno de mis amigos, y yo misma, a nuestra manera, expresábamos lo que muchos estábamos sintiendo en estas horas: el futuro vuelve a existir; es posible confiar de nuevo en la esperanza.
Si los dos primeros miércoles de este enero han sido trágicos para la democracia de la nación: el 6 de enero una turba exaltada tomaba por la fuerza este mismo Capitolio, y el 13, la Cámara de Representantes aprobaba el juicio de destitución en contra de Trump, hoy, una semana después, estas tragedias pueden ponerse de lado por un segundo, para creer que se puede cambiar el estado de las cosas.
Joe Biden llega a la presidencia con la mayor cantidad de votos directos que haya recibido ningún candidato antes en la historia de los Estados Unidos; es también el presidente con más edad a la hora de asumir el cargo. Harris, por su parte, es la primera mujer, la primera afroamericana y asiáticoamericana en asumir la vicepresidencia de la nación. Biden juró su fidelidad al cargo sobre una biblia católica que ha estado en su familia desde mediados del siglo XIX; su esposa, Jill, es su segunda esposa, madrastra de sus dos hijos varones y madre de su hija (hay que recordar que la primera esposa de Biden, y su primera hija, fallecieron en un accidente en los setenta); Harris, por su parte, es hija de inmigrantes: su madre era de la India, y su padre, de Jamaica. Su esposo es blanco, judío, y ella es madrastra de los dos hijos (una hembra y un varón) del primer matrimonio de su esposo. Ella es protestante (bautista), y juró sobre dos biblias: una que perteneció a Thurgood Marshall, primer juez negro de la Corte Suprema de los Estados Unidos y ex compañero de Harvard de Harris, y a quien ella ve como un héroe; y la otra, la biblia de Regina Shelton, una vecina de Harris cuando era niña, a quien ella siempre consideró su segunda madre. Harris hizo su juramento como vicepresidenta de los Estados Unidos ante Sonia Sotomayor, la primera latina en la Corte Suprema de la nación.
Toda la ceremonia estuvo marcada por esa diversidad ecuménica, racial, que en realidad es el mejor retrato de los Estados Unidos. Y ahí radica la grandeza de este día: por primera vez muchos pueden verse reflejados en el gobierno. Cuando Jennifer López cantó la canción “This land is your land” (“Esta tierra es tu tierra”; una canción folclórica escrita por Woodie Guthrie en 1940, a quien se identificaba con la ideología socialista y un aliado de la clase trabajadora), hubo magia en el ambiente; pero cuando López gritó, en español: “¡Una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos!”, yo sentí, por un momento, que este también es mi país, que pertenezco a este sitio, y que cuento.
Otro momento significativo del evento fue cuando una muchacha muy joven, veinteañera, subió al estrado: era la poeta laureada de la inauguración. Amanda Gorman tiene apenas 23 años (la más joven poeta inaugural en la historia de los Estados Unidos; Maya Angelou y el español-cubano-norteamericano Richard Blanco han sido dos de quienes han ocupado esta distinción en el pasado), y su peinado, los colores vivos de su vestuario en este acto presidencial, fueron una declaración de reafirmación racial. Pero si el componente visual no bastara, su poema fue contundente: recitado con una cadencia casi perfecta, la voz poética hablaba de esperanza, de unidad, de la importancia de un propósito colectivo.
Y entonces llegó Biden: en su discurso no mencionó ni una sola vez al presidente saliente. Insistió, sí, una y otra vez, en la necesidad de la reconciliación y, sobre todo, en la necesidad de disentir, de tener opiniones diferentes sin que eso signifique llegar a la guerra civil. Prometió ser el presidente de todos los norteamericanos, y de trabajar igual de duro tanto por aquellos que votaron por él, como por los que no lo hicieron. Al final de su discurso, llegué a creer, con él, que la unidad es más que una palabra: que es una posibilidad. Unidad en lo diverso, unidad y respeto en las diferencias.
Este ha sido un día histórico, a muchos niveles. Y ha sido también un día para creer. Un día para soñar. Yo sueño con el día en que pueda de nuevo abrazar a mis amigos, hablar en español en los supermercados de Estados Unidos sin temor a que alguien me insulte o me golpee, a que mis hijas puedan seguir siendo orgullosamente hispanas y puedan expresar, sin temor, lo que piensan. Cuando se ha vivido en tantos sitios, bajo tantos diversos sistemas de gobierno, con miedo, a lo más que podemos aferrarnos es a la esperanza. Y a ella me aferro yo hoy. Ya mañana, se verá.
Damaris Puñales–Alpízar.
El miércoles 20 de enero fue un día de emociones, un día en el que el gobierno que entra en funciones se parece al pueblo que representa: diverso, multirracial, multirreligioso. Ha sido, también, un día raro: por primera vez el presidente que deja el cargo no ha asistido a darle la bienvenida al presidente entrante; el Capitolio y áreas aledañas tenían más tropas desplegadas que las que hay en Irak y Afganistán ahora mismo; los abrazos típicos de esta ceremonia se redujeron al mínimo y solo cuando la emoción ganó a alguno de los presentes, se fundieron en un cuerpo a cuerpo. El coronavirus obligó, además, a que todos los presentes cubrieran la mitad de su rostro con máscaras para prevenir la expansión del virus. La plaza, donde tradicionalmente se juntan cientos de miles de personas para presenciar este acto, estaba casi vacía, y el Capitolio lucía más como un bunker que como la sede del Congreso de los Estados Unidos.
Pero pese a todas estas particularidades, que han hecho de este 20 de enero un día atípico en la historia democrática del país, la toma de gobierno fue altamente emotiva. Desde antes de su inicio me pegué a la pantalla de la computadora, intentando no perder ni un segundo de lo que pasaba. A cientos de kilómetros de Washington, en el bosque en el que vivo, escuché cada discurso, cada oración, cada declaración, cada canción como si yo también estuviera allí. Detrás de otras pantallas muchos amigos compartían la misma emoción, y enviaban mensajes en los que describían lo que estaban sintiendo: “estoy en el trabajo, y estoy llorando como una boba”, me decía una amiga, gringa, psicóloga; “hoy solo sé que voy a celebrar; ya trabajaré mañana”, me decía otro amigo, puertorriqueño. Y otra más, alemana, añadía: “ahora siento que puedo respirar de nuevo”. Yo, que no creo en los políticos, lloraba emocionada, viendo tanta diversidad, tantas ganas de cambiar el rumbo de las cosas, y de lograr una reconciliación que, al menos por un momento, parece posible. Cada uno de mis amigos, y yo misma, a nuestra manera, expresábamos lo que muchos estábamos sintiendo en estas horas: el futuro vuelve a existir; es posible confiar de nuevo en la esperanza.
Si los dos primeros miércoles de este enero han sido trágicos para la democracia de la nación: el 6 de enero una turba exaltada tomaba por la fuerza este mismo Capitolio, y el 13, la Cámara de Representantes aprobaba el juicio de destitución en contra de Trump, hoy, una semana después, estas tragedias pueden ponerse de lado por un segundo, para creer que se puede cambiar el estado de las cosas.
Joe Biden llega a la presidencia con la mayor cantidad de votos directos que haya recibido ningún candidato antes en la historia de los Estados Unidos; es también el presidente con más edad a la hora de asumir el cargo. Harris, por su parte, es la primera mujer, la primera afroamericana y asiáticoamericana en asumir la vicepresidencia de la nación. Biden juró su fidelidad al cargo sobre una biblia católica que ha estado en su familia desde mediados del siglo XIX; su esposa, Jill, es su segunda esposa, madrastra de sus dos hijos varones y madre de su hija (hay que recordar que la primera esposa de Biden, y su primera hija, fallecieron en un accidente en los setenta); Harris, por su parte, es hija de inmigrantes: su madre era de la India, y su padre, de Jamaica. Su esposo es blanco, judío, y ella es madrastra de los dos hijos (una hembra y un varón) del primer matrimonio de su esposo. Ella es protestante (bautista), y juró sobre dos biblias: una que perteneció a Thurgood Marshall, primer juez negro de la Corte Suprema de los Estados Unidos y ex compañero de Harvard de Harris, y a quien ella ve como un héroe; y la otra, la biblia de Regina Shelton, una vecina de Harris cuando era niña, a quien ella siempre consideró su segunda madre. Harris hizo su juramento como vicepresidenta de los Estados Unidos ante Sonia Sotomayor, la primera latina en la Corte Suprema de la nación.
Toda la ceremonia estuvo marcada por esa diversidad ecuménica, racial, que en realidad es el mejor retrato de los Estados Unidos. Y ahí radica la grandeza de este día: por primera vez muchos pueden verse reflejados en el gobierno. Cuando Jennifer López cantó la canción “This land is your land” (“Esta tierra es tu tierra”; una canción folclórica escrita por Woodie Guthrie en 1940, a quien se identificaba con la ideología socialista y un aliado de la clase trabajadora), hubo magia en el ambiente; pero cuando López gritó, en español: “¡Una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos!”, yo sentí, por un momento, que este también es mi país, que pertenezco a este sitio, y que cuento.
Otro momento significativo del evento fue cuando una muchacha muy joven, veinteañera, subió al estrado: era la poeta laureada de la inauguración. Amanda Gorman tiene apenas 23 años (la más joven poeta inaugural en la historia de los Estados Unidos; Maya Angelou y el español-cubano-norteamericano Richard Blanco han sido dos de quienes han ocupado esta distinción en el pasado), y su peinado, los colores vivos de su vestuario en este acto presidencial, fueron una declaración de reafirmación racial. Pero si el componente visual no bastara, su poema fue contundente: recitado con una cadencia casi perfecta, la voz poética hablaba de esperanza, de unidad, de la importancia de un propósito colectivo.
Y entonces llegó Biden: en su discurso no mencionó ni una sola vez al presidente saliente. Insistió, sí, una y otra vez, en la necesidad de la reconciliación y, sobre todo, en la necesidad de disentir, de tener opiniones diferentes sin que eso signifique llegar a la guerra civil. Prometió ser el presidente de todos los norteamericanos, y de trabajar igual de duro tanto por aquellos que votaron por él, como por los que no lo hicieron. Al final de su discurso, llegué a creer, con él, que la unidad es más que una palabra: que es una posibilidad. Unidad en lo diverso, unidad y respeto en las diferencias.
Este ha sido un día histórico, a muchos niveles. Y ha sido también un día para creer. Un día para soñar. Yo sueño con el día en que pueda de nuevo abrazar a mis amigos, hablar en español en los supermercados de Estados Unidos sin temor a que alguien me insulte o me golpee, a que mis hijas puedan seguir siendo orgullosamente hispanas y puedan expresar, sin temor, lo que piensan. Cuando se ha vivido en tantos sitios, bajo tantos diversos sistemas de gobierno, con miedo, a lo más que podemos aferrarnos es a la esperanza. Y a ella me aferro yo hoy. Ya mañana, se verá.
Damaris Puñales–Alpízar.



























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