Reflexiones nocturnas

Cuando apago la luz de mi mesilla, después de leer algún texto y antes de que el dios del sueño me venga a buscar, tendido sobre el lecho, con mi cabeza reposando sobre la almohada, me juzgo, realizo un balance ético y moral sobre las relaciones que mantuve con otras personas durante esa jornada de mi vida.

Entonces, durante unos minutos,  reflexiono sobre si he causado daño a otra gente, si he ofendido a alguien, si me porte mal con el amigo, conocido, vecino. No me pregunto si he hecho el bien, sino si perjudiqué a mi prójimo. Considero que no herir a nadie es tan importante como proyectar filantropía.

Si somos capaces tanto de concretar acciones altruistas como de evitar el mal, nos convertiremos en seres humanos perfectos. Ahora bien, me conformaría con orillar la injuria y la humillación a mis semejantes para aprobar mi conducta.

Después de examinarme, pienso en ella. Recuerdo cómo la conocí, el tono de su voz regresa a mi cerebro, la veo sonreír, mirarme a los ojos y también reñirme. ¡Cómo no!, me imagino que conocemos el éxtasis, que le vemos la cara oculta a Dios, que engañamos a Cronos, que mi yo se pierde en ella, que su feminidad se diluye en la glóbulos rojos de mi alma.

Y la amo en el silencio, sin que ella lo advierta. Y quizá, en esos instantes que anteceden a la pequeña muerte, esa mujer copule con otro hombre que no soy yo. Si no la amase, me recogería Morfeo en pleno orgasmo de tristeza. Pero si ella es dichosa, si ella conoce el hedonismo merced a otro cuerpo masculino que no es el mío, sentiré la satisfacción de que el verbo amar se vuelva a conjugar. No importa tanto si no te quiere quien tú amas. Porque se puede amar sin ser amado, inspiración para sangrar melancolía en forma de sonetos.

Eugenio-Jesús de Ávila