HABLEMOS
Agenda 20/30 y socialismo del siglo XXI (I)
Carlos Domínguez
En versión contemporánea, el socialismo y su vástago comunista, nacidos ambos de unas Internacionales obreras necesariamente emparentadas, cuyas fuentes en lo ideológico fueron Bakunin, Marx, Kautsky y el dúo Lenin/Stalin, está condenado a desaparecer debido a la difusión de las nuevas tecnologías, fenómeno irreversible siquiera por las ventajas que a la larga reporta al poder.
Aun socializadoras en último término, las herramientas virtuales en manos del gran público echan por tierra teoría y práctica del viejo colectivismo, bajo sus formas partidarias y más aún sindicales. En el plano filosófico, podría aducirse la incompatibilidad del materialismo que inspira como doctrina la estrategia socialista y comunista de movilización de masas, con la levedad de unas tecnologías carentes en la práctica incluso de sede física. Pero, en una dimensión más de andar por casa, basta imaginar el efecto de un teletrabajo en esencia individualista sobre los aparatos socialistas, comunistas o sindicales, cuya existencia dependía y depende de la concentración de los asalariados, ayer en el ámbito de la fábrica o la empresa privada, al presente en los feudos funcionariales del sector público, asociados a las prácticas abusivas e intervencionistas del Estado del bienestar.
Los voceros del totalitarismo, actualmente camuflados bajo disfraz de la corrección política y unas ideologías difusas no menos que blandas sólo en apariencia, predican quizá con acierto la futura realidad de nuestras pastueñas y decrépitas sociedades. Aquella de la publicitada Agenda 20/30, junto a la de un socialismo del siglo XXI cuyas palancas por el momento han dejado de ser la revolución, la huelga general, la lucha de clases o la guerra civil, sustituidas por el control de aparatos burocráticos en sintonía con prácticas desideologizadas, cuya coartada es la gestión, el mantenimiento de sistemas asistenciales y de reparto de fondos públicos, detraídos por vía fiscal a los agentes productivos y destinados a contentar a una masa clientelar, que depende del dispendio de tan voraces estructuras.
Se trata de un nuevo y sutil dominio, a costa no ya de la movilización de grandes masas, sino de algo mucho más perverso, a saber, imperio sobre conciencias sujetas a la obediencia de un pensamiento único, en forma de dogma social indiscutido, más allá de las ideologías y la confrontación que éstas suscitan. Dictadura sobre las almas y la razón, disfrazada de bienestar y democracia, en rigor tecnocracia, que convierte el viejo socialismo en puro y simple gregarismo, coincidiendo con los albores del siglo que despunta. Siglo del Estado, de la burocracia, de la dictadura y el totalitarismo, en su manifestación más repulsiva y abyecta; tiranía espiritual en lugar de física, que a bien ser obligaría ya, ahora mismo, a repensar y reescribir “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzenitshin.
En versión contemporánea, el socialismo y su vástago comunista, nacidos ambos de unas Internacionales obreras necesariamente emparentadas, cuyas fuentes en lo ideológico fueron Bakunin, Marx, Kautsky y el dúo Lenin/Stalin, está condenado a desaparecer debido a la difusión de las nuevas tecnologías, fenómeno irreversible siquiera por las ventajas que a la larga reporta al poder.
Aun socializadoras en último término, las herramientas virtuales en manos del gran público echan por tierra teoría y práctica del viejo colectivismo, bajo sus formas partidarias y más aún sindicales. En el plano filosófico, podría aducirse la incompatibilidad del materialismo que inspira como doctrina la estrategia socialista y comunista de movilización de masas, con la levedad de unas tecnologías carentes en la práctica incluso de sede física. Pero, en una dimensión más de andar por casa, basta imaginar el efecto de un teletrabajo en esencia individualista sobre los aparatos socialistas, comunistas o sindicales, cuya existencia dependía y depende de la concentración de los asalariados, ayer en el ámbito de la fábrica o la empresa privada, al presente en los feudos funcionariales del sector público, asociados a las prácticas abusivas e intervencionistas del Estado del bienestar.
Los voceros del totalitarismo, actualmente camuflados bajo disfraz de la corrección política y unas ideologías difusas no menos que blandas sólo en apariencia, predican quizá con acierto la futura realidad de nuestras pastueñas y decrépitas sociedades. Aquella de la publicitada Agenda 20/30, junto a la de un socialismo del siglo XXI cuyas palancas por el momento han dejado de ser la revolución, la huelga general, la lucha de clases o la guerra civil, sustituidas por el control de aparatos burocráticos en sintonía con prácticas desideologizadas, cuya coartada es la gestión, el mantenimiento de sistemas asistenciales y de reparto de fondos públicos, detraídos por vía fiscal a los agentes productivos y destinados a contentar a una masa clientelar, que depende del dispendio de tan voraces estructuras.
Se trata de un nuevo y sutil dominio, a costa no ya de la movilización de grandes masas, sino de algo mucho más perverso, a saber, imperio sobre conciencias sujetas a la obediencia de un pensamiento único, en forma de dogma social indiscutido, más allá de las ideologías y la confrontación que éstas suscitan. Dictadura sobre las almas y la razón, disfrazada de bienestar y democracia, en rigor tecnocracia, que convierte el viejo socialismo en puro y simple gregarismo, coincidiendo con los albores del siglo que despunta. Siglo del Estado, de la burocracia, de la dictadura y el totalitarismo, en su manifestación más repulsiva y abyecta; tiranía espiritual en lugar de física, que a bien ser obligaría ya, ahora mismo, a repensar y reescribir “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzenitshin.


























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