EL BECARIO TARDÍO
La evidencia
Esteban Pedrosa
“Cuando tengas un rato, hablamos”, le había dicho diez años atrás y se lo había repetido en unas cuantas ocasiones, cada vez que se veían, algo que no sucedía con mucha frecuencia, pero sí las suficientes como para haber escuchado, al menos veinticinco veces, la misma respuesta: “Cuando quieras, pero es que ahora ando pillada de tiempo”.
Hubo veces en que la prisa la tenía él, la veía y se hacía el despistado, no siendo que ella estuviera dispuesta a abordar la conversación, tantas veces solicitada, justo en aquel momento. Después, durante varios días, sentía cargo de conciencia por no haberse parado a pedirle, una vez más, audiencia. “¿Y si hubiera sido ese el momento, en el que ella conviniera a hablar?
Después, volvía al tedio de su casa, a la situación gastada de tanto repetida. Al beso triste, a la caricia rápida y ausente. Al polvo cada vez más espaciado en practicarlo y más rápido en ejecutarlo. Y, entre todo ello: “cuando tengas un rato, hablamos”. “Cuando quieras, pero es que ahora ando pillada de tiempo”.
Y sus visitas al cementerio, cada vez menos espaciadas. A veces, se encontraba con las flores frescas puestas por ella, con la que había coincidido alguna vez desde la lejanía por él buscada y no ser descubierto. ¿Qué pensaría ella al encontrar su docena de rosas rojas?
Bastante tiempo atrás, cuando comenzó a darle clase en el instituto, no cayó en la cuenta. Tuvo que verla un día con aquel familiar para comenzar a sospechar. Después, su forma de coger el bolígrafo, la forma de titubear en los exámenes, cómo se atusaba el pelo…
Finalmente, se lo preguntó. “Sí, era mi madre -le contestó ella- ¿la conocías? “Fue también mi alumna”. Es, desde entonces, cuando comenzó a abordarla e incluso pensó que la reticencia de ella se debía a un equívoco: “¿Dónde va este viejo verde?” Finalmente, llegó un momento en el que era tan evidente el parecido entre ambos que fue ella quien se acercó: “A ver cuándo tienes un momento y hablamos”.
“Cuando tengas un rato, hablamos”, le había dicho diez años atrás y se lo había repetido en unas cuantas ocasiones, cada vez que se veían, algo que no sucedía con mucha frecuencia, pero sí las suficientes como para haber escuchado, al menos veinticinco veces, la misma respuesta: “Cuando quieras, pero es que ahora ando pillada de tiempo”.
Hubo veces en que la prisa la tenía él, la veía y se hacía el despistado, no siendo que ella estuviera dispuesta a abordar la conversación, tantas veces solicitada, justo en aquel momento. Después, durante varios días, sentía cargo de conciencia por no haberse parado a pedirle, una vez más, audiencia. “¿Y si hubiera sido ese el momento, en el que ella conviniera a hablar?
Después, volvía al tedio de su casa, a la situación gastada de tanto repetida. Al beso triste, a la caricia rápida y ausente. Al polvo cada vez más espaciado en practicarlo y más rápido en ejecutarlo. Y, entre todo ello: “cuando tengas un rato, hablamos”. “Cuando quieras, pero es que ahora ando pillada de tiempo”.
Y sus visitas al cementerio, cada vez menos espaciadas. A veces, se encontraba con las flores frescas puestas por ella, con la que había coincidido alguna vez desde la lejanía por él buscada y no ser descubierto. ¿Qué pensaría ella al encontrar su docena de rosas rojas?
Bastante tiempo atrás, cuando comenzó a darle clase en el instituto, no cayó en la cuenta. Tuvo que verla un día con aquel familiar para comenzar a sospechar. Después, su forma de coger el bolígrafo, la forma de titubear en los exámenes, cómo se atusaba el pelo…
Finalmente, se lo preguntó. “Sí, era mi madre -le contestó ella- ¿la conocías? “Fue también mi alumna”. Es, desde entonces, cuando comenzó a abordarla e incluso pensó que la reticencia de ella se debía a un equívoco: “¿Dónde va este viejo verde?” Finalmente, llegó un momento en el que era tan evidente el parecido entre ambos que fue ella quien se acercó: “A ver cuándo tienes un momento y hablamos”.


























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