CON LOS CINCO SENTIDOS
Un día, sin buscar, encontré mi pasión
No sé ni cómo ni de qué manera, pero un día de verano, siendo muy niña aún, casi empezando a hablar a los demás después de hablar conmigo misma, estudié la manera de transmitir todo eso a los que me rodeaban, escribiendo. Fue en verano porque es cuando tenía más tiempo para mí, a solas, aún rodeada la mayor parte del día de hermanos, primos y amigos en las vacaciones escolares. Yo me sentía sola. Necesitaba un transitar entre mis vivencias diarias y un cómo para depositarlas en alguien que quisiera conocerlas. Fue entonces que, después de leer tanto que me hice hipermétrope, decidí que la mejor manera de que mi mensaje o mis tontunas llegasen a más personas que las que me observaban con curiosidad, era escribiéndolas. Y así lo hice a partir de aquella revelación, obvia, por otra parte.
Guardo cuadernos con mi letra de niña que escribe deprisa, demasiado, pero nunca lo suficiente porque mi cerebro me ganaba y me gana en intensidad y premura. Mi letra era borrosa, mala, “patas de mosca” que decía mi madre. Pero los renglones desglosaban una personalidad compleja para tan tierna edad, un “quiero y no puedo”, unas ganas tremendas de convertirme en algo importante y de utilidad para todos. Mi vena social nunca se diluyó, mas al contrario, fue creciendo en magnitud con el transcurso de los años. La vida, más adelante, me mostró una cara menos amable y tuve que dejar ciertas apetencias intelectuales, pero a solas, a escondidas, éstas no se diluyeron, sino que se alimentaron. Las alimenté.
De joven, aunque aún lo soy y me siento como tal, hiberné esas ínfulas para dedicarme por entero a estudiar algo de provecho “real”. Bah, sí, lo estudié, hice una carrera que a día de hoy no me dio más que para fortalecer mi cultura general de casi todo y de casi nada. Cinco años de mi vida renunciando a otras cosas por meter mi nariz en libros demasiado gordos para los que no estaba hecha. Lo hice bien, teniendo en cuenta que lo hice por obligación. Muy bien, por cierto. Quizá sea porque cada cosa en la que emprendo mis ganas, aunque sean pocas, ha de salir bien por puro perfeccionismo. Eso me pierde, lo reconozco. Pero seguía estudiando con unos folios siempre escondidos entre los apuntes, por si se me venía a la cabeza algo delirante.
¡Ay! Ay si me hubieran dejado escribir desde siempre, enseñar a aprender y aprender a enseñar. Creo que ahí estaba mi verdadera vocación, como la de mi padre, y no en las leyes. Esas leyes cambiantes…Creo que no hubiera podido ejercer de abogada de un culpable, se me hubiera notado demasiado en la cara, en los gestos, en el habla, en todo. No sé mentir. Nunca se me dio bien engañar y cuando lo he intentado, aunque fuera por piedad, se me ha notado en el rostro. Me pongo colorada. Ni de Fiscal. Quizá hubiera sido una jueza impecable. Ya nunca lo sabré, empecé a estudiar las oposiciones a Judicatura, 300 y pico temas, un verano, demasiado joven; no podía. Pero seguro que hubiera sido una buena jueza. Justa. Esa es la palabra. Pero la vida me llevó por derroteros bien diferentes, aunque la justicia, la coherencia y la lealtad siempre han sido mi seña de identidad, esas acompañadas por una defensa a ultranza de los más débiles, de los vulnerables a los que nadie atiende o sólo se atiende a veces…Siquiera a medias…
A estas alturas de mi vida, ya algo cansada y ajada interiormente, aún me quedan fuerzas para defender mi ciudad, sus derechos, a su gente, que es la mía, las raíces, las entrañas y todo lo que sea necesario. No voy a cansarme ahora que es cuando más se necesita toda la ayuda posible pasa sacar del pozo a una Zamora que se hunde, a la que hunden hasta sus propios paisanos. ¡Qué paradoja! Somos tan tontos, tan conformistas y miedicas y cobardes, que no hablamos por el “qué dirán”. Por si nos miran mal por la calle, esta calle común en la que nos conocemos todos, la que todos pisamos y en la que todos invertimos nuestros impuestos.
Si alguna fuerza me queda, por poca que sea, es para mi Zamora. Esta ciudad que me vio regresar de otras tierras, crecer, irme varios años para volver en vacaciones, y asentarme después para siempre. Aquí he pasado y pasaré, seguro, los mejores años de mi vida. Por lo menos estaré donde quiero estar y si el dinero no me es esquivo, quizá pueda tener la grandísima suerte de pasar alguna temporada en una casita humilde frente al mar que me vio nacer. Para mí eso sería el mejor regalo. La felicidad absoluta, acompañada o en soledad. Con el rumor del Río Duero bajo mi ventana o el de las olas del Cantábrico antes de caer en los brazos de Morfeo cada noche. No me daría miedo estar sola mientras disfrutase de la compañía de esos sonidos hasta que se me lleven…
Nélida L. del Estal Sastre
No sé ni cómo ni de qué manera, pero un día de verano, siendo muy niña aún, casi empezando a hablar a los demás después de hablar conmigo misma, estudié la manera de transmitir todo eso a los que me rodeaban, escribiendo. Fue en verano porque es cuando tenía más tiempo para mí, a solas, aún rodeada la mayor parte del día de hermanos, primos y amigos en las vacaciones escolares. Yo me sentía sola. Necesitaba un transitar entre mis vivencias diarias y un cómo para depositarlas en alguien que quisiera conocerlas. Fue entonces que, después de leer tanto que me hice hipermétrope, decidí que la mejor manera de que mi mensaje o mis tontunas llegasen a más personas que las que me observaban con curiosidad, era escribiéndolas. Y así lo hice a partir de aquella revelación, obvia, por otra parte.
Guardo cuadernos con mi letra de niña que escribe deprisa, demasiado, pero nunca lo suficiente porque mi cerebro me ganaba y me gana en intensidad y premura. Mi letra era borrosa, mala, “patas de mosca” que decía mi madre. Pero los renglones desglosaban una personalidad compleja para tan tierna edad, un “quiero y no puedo”, unas ganas tremendas de convertirme en algo importante y de utilidad para todos. Mi vena social nunca se diluyó, mas al contrario, fue creciendo en magnitud con el transcurso de los años. La vida, más adelante, me mostró una cara menos amable y tuve que dejar ciertas apetencias intelectuales, pero a solas, a escondidas, éstas no se diluyeron, sino que se alimentaron. Las alimenté.
De joven, aunque aún lo soy y me siento como tal, hiberné esas ínfulas para dedicarme por entero a estudiar algo de provecho “real”. Bah, sí, lo estudié, hice una carrera que a día de hoy no me dio más que para fortalecer mi cultura general de casi todo y de casi nada. Cinco años de mi vida renunciando a otras cosas por meter mi nariz en libros demasiado gordos para los que no estaba hecha. Lo hice bien, teniendo en cuenta que lo hice por obligación. Muy bien, por cierto. Quizá sea porque cada cosa en la que emprendo mis ganas, aunque sean pocas, ha de salir bien por puro perfeccionismo. Eso me pierde, lo reconozco. Pero seguía estudiando con unos folios siempre escondidos entre los apuntes, por si se me venía a la cabeza algo delirante.
¡Ay! Ay si me hubieran dejado escribir desde siempre, enseñar a aprender y aprender a enseñar. Creo que ahí estaba mi verdadera vocación, como la de mi padre, y no en las leyes. Esas leyes cambiantes…Creo que no hubiera podido ejercer de abogada de un culpable, se me hubiera notado demasiado en la cara, en los gestos, en el habla, en todo. No sé mentir. Nunca se me dio bien engañar y cuando lo he intentado, aunque fuera por piedad, se me ha notado en el rostro. Me pongo colorada. Ni de Fiscal. Quizá hubiera sido una jueza impecable. Ya nunca lo sabré, empecé a estudiar las oposiciones a Judicatura, 300 y pico temas, un verano, demasiado joven; no podía. Pero seguro que hubiera sido una buena jueza. Justa. Esa es la palabra. Pero la vida me llevó por derroteros bien diferentes, aunque la justicia, la coherencia y la lealtad siempre han sido mi seña de identidad, esas acompañadas por una defensa a ultranza de los más débiles, de los vulnerables a los que nadie atiende o sólo se atiende a veces…Siquiera a medias…
A estas alturas de mi vida, ya algo cansada y ajada interiormente, aún me quedan fuerzas para defender mi ciudad, sus derechos, a su gente, que es la mía, las raíces, las entrañas y todo lo que sea necesario. No voy a cansarme ahora que es cuando más se necesita toda la ayuda posible pasa sacar del pozo a una Zamora que se hunde, a la que hunden hasta sus propios paisanos. ¡Qué paradoja! Somos tan tontos, tan conformistas y miedicas y cobardes, que no hablamos por el “qué dirán”. Por si nos miran mal por la calle, esta calle común en la que nos conocemos todos, la que todos pisamos y en la que todos invertimos nuestros impuestos.
Si alguna fuerza me queda, por poca que sea, es para mi Zamora. Esta ciudad que me vio regresar de otras tierras, crecer, irme varios años para volver en vacaciones, y asentarme después para siempre. Aquí he pasado y pasaré, seguro, los mejores años de mi vida. Por lo menos estaré donde quiero estar y si el dinero no me es esquivo, quizá pueda tener la grandísima suerte de pasar alguna temporada en una casita humilde frente al mar que me vio nacer. Para mí eso sería el mejor regalo. La felicidad absoluta, acompañada o en soledad. Con el rumor del Río Duero bajo mi ventana o el de las olas del Cantábrico antes de caer en los brazos de Morfeo cada noche. No me daría miedo estar sola mientras disfrutase de la compañía de esos sonidos hasta que se me lleven…
Nélida L. del Estal Sastre



























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