Oler a ti

Necesito olerte, porque, cuando te respiro, te arropo en mis pulmones, te llevo hasta mis glóbulos rojos y perfumas mis células. Cuando estoy cerca de ti, huelo los colores; sí, no he ingerido LSD, no necesito ácidos para introducirte en mi esencia. El infinito tono de tus ojos penetra, a través de mi nariz, juega con mis bronquios, sonríe en las paredes de mi estómago, juguetea con mis vísceras. Mi lengua ve tu carmín, lo saborea, lo metaboliza y lo utiliza para pintar mi corazón, ya tan descolorido después de amar en vano, de querer sin conocer, de latir por inercia, de perder el ritmo de su sístole-diástole.

 Y, Carlota, aunque apenas obtengo un espacio con tu presencia, miro ahora a mi derecha, mientras intento traducir con estas palabras, que brotan de mi cerebro, como la lava de un volcán estromboliano, lo que me has hecho sentir al sur de mi alma, donde descansa la pasión, y tu geometría me acompaña.

 Sí, creo que tus senos son dos lunas llenas, que iluminan mi deseo, que despiertan mi sexualidad;  tus labios, alas de mariposas que buscan mi boca para prenderla a su vuelo de insectos pintores, de aves sin esqueleto.

Habrás pensado que a mi edad ya no se puede amar, que no se sabe querer, que el amor forma parte de la memoria. Quizá te halles en lo cierto, pero he de contarte que nunca el perfume de una dama, de una señora -lo que eres, por presencia, clase, belleza y personalidad- humedeció la epidermis de mi alma hasta ahogarla de pasión.

Si aún me estimas cuando yo muera, prepara mi sudario con el mismo perfume que acaricia tu cuello. Quiero, aún, más allá de la muerte, oler a ti, y si me convierto en nada, respirar perfume enamorado, el que emana tu piel de diosa.

Eugenio-Jesús de Ávila