NOCTURNOS
Confesiones eróticas
¡Eres muy bella, mujer! Una de las más hermosas de tu generación. Formas parte de ese trío de féminas que me llamó la atención la primera vez que contemplé sus rostros y sus cuerpos. Después, cuando te conocí, acabaste por deslumbrarme. Me enamoré –con perdón- como un gilipollas. Porque, a mis años, un hombre no debe amar con tanta pasión como yo, más bien hay que querer con sosiego, sin demostraciones físicas, con levedad, como si levitases, como si cada beso fuera como un vuelo de mariposa y cualquier cópula la definitiva.
Amar a mi edad constituye un serio riesgo de que se te desmorone el alma. Resulta extraño que una dama hermosa se prende de un tío que muestra tantas arrugas como un traje de lino, le falta cabello y color, le falta músculo en la carne y calcio en la osamenta. Porque, a decir verdad, cuando sobran cultura y talento, inteligencia y experiencia, virtudes que enamorarían a cualquier mujer sensible, preparada y erudita, apenas se cotizan ya en la bolsa del sexo.
Todavía no resulto grotesco. Sé de féminas hermosas y cultas a las que todavía atraigo. Incluso alguna se ha enamorado de mí. Otras, que también me desean, tienen prohibido- la sociedad las lapidaría- amarme, gozar conmigo, divertirse, soñar, vivir. Pero solo existe una que me convulsionó, que transformó mi forma de pensar, de querer, de amar.
Esta mujer me trata como si yo fuera su can, su gatito, el canario. Sabe que estoy loco por ella. Ignoro si ese conocimiento sentimental le place o le disgusta. Juega conmigo como si yo fuera un Romeo viejo, estólido y acabado. Y yo me dejo. Me conformo con verla de cuando en cuando y contemplar sus fotografías. En tal menudencia se pierde mi hedonismo.
Sí, mujer, me pareces aún una obra de arte femenina. Yo todavía sé enamorar. No obstante, reconozco mi incapacidad para seducirte en cuerpo y en alma. Mi única derrota en la batalla del amor. Apocalipsis Now. La dama de mi Waterloo.
Eugenio-Jesús de Ávila
¡Eres muy bella, mujer! Una de las más hermosas de tu generación. Formas parte de ese trío de féminas que me llamó la atención la primera vez que contemplé sus rostros y sus cuerpos. Después, cuando te conocí, acabaste por deslumbrarme. Me enamoré –con perdón- como un gilipollas. Porque, a mis años, un hombre no debe amar con tanta pasión como yo, más bien hay que querer con sosiego, sin demostraciones físicas, con levedad, como si levitases, como si cada beso fuera como un vuelo de mariposa y cualquier cópula la definitiva.
Amar a mi edad constituye un serio riesgo de que se te desmorone el alma. Resulta extraño que una dama hermosa se prende de un tío que muestra tantas arrugas como un traje de lino, le falta cabello y color, le falta músculo en la carne y calcio en la osamenta. Porque, a decir verdad, cuando sobran cultura y talento, inteligencia y experiencia, virtudes que enamorarían a cualquier mujer sensible, preparada y erudita, apenas se cotizan ya en la bolsa del sexo.
Todavía no resulto grotesco. Sé de féminas hermosas y cultas a las que todavía atraigo. Incluso alguna se ha enamorado de mí. Otras, que también me desean, tienen prohibido- la sociedad las lapidaría- amarme, gozar conmigo, divertirse, soñar, vivir. Pero solo existe una que me convulsionó, que transformó mi forma de pensar, de querer, de amar.
Esta mujer me trata como si yo fuera su can, su gatito, el canario. Sabe que estoy loco por ella. Ignoro si ese conocimiento sentimental le place o le disgusta. Juega conmigo como si yo fuera un Romeo viejo, estólido y acabado. Y yo me dejo. Me conformo con verla de cuando en cuando y contemplar sus fotografías. En tal menudencia se pierde mi hedonismo.
Sí, mujer, me pareces aún una obra de arte femenina. Yo todavía sé enamorar. No obstante, reconozco mi incapacidad para seducirte en cuerpo y en alma. Mi única derrota en la batalla del amor. Apocalipsis Now. La dama de mi Waterloo.
Eugenio-Jesús de Ávila

















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