ZAMORANA
Rendirse no es una opción
No hay nada más difícil que ser profeta en su tierra, porque a los zamoranos –y hablo de los pueblos porque conozco más el medio rural-, todo lo que les huela a nuevo, de entrada les predispone, les asusta; y todo lo que sea ver medrar a uno de los suyos, otro habitante del pueblo, vecino como ellos, que compartió barrio y escuela como ellos, entonces ya están con la daga presta para asestar la estocada; porque no reconocerán los logros del vecino, la lucha por mejorar su pueblo, el espaldarazo que es capaz de darle para que no sea una villa más o las renuncias que haya hecho previamente por conseguirlo.
Me contaba hace años alguien del pueblo que mi pariente Ubaldo Santos fue invitado a Castronuevo, su pueblo natal, a dar un pregón. Conozco a toda la familia y sé lo mucho que aman a su tierra, al pueblo y, por ende, a Zamora en general; pues bien, para su sorpresa y decepción, resulta que tuvo un público exiguo de apenas unas personas contadas con los dedos; el resto desapareció de escena. Me imagino a Ubaldo, procurador, poeta y zamorano de pro, hombre con ansias de ser libre, único en sus paseos por la ciudad ataviado con capa y boina, me lo imagino –digo- mirar con aquellos ojos profundos y vivaces a los escasos asistentes; me imagino la desilusión y el dolor contraído en una mueca de disimulada sonrisa y me duele profundamente cuando lo pienso porque fueron injustos con una persona que ha sido reconocida, cuyo delito consistió en amar a su tierra con entusiasmo cuando ésta ni siquiera se dignó en devolverle un poco de ese cariño.
Alguien dijo una vez que los zamoranos se alegran más del fracaso ajeno que del triunfo propio, ¡qué gran verdad! He visto y vivido en más de una ocasión situaciones parecidas y, a medida que voy cumpliendo años, supongo que será por aquello de que la vejez nos hace más sabios, me doy cuenta de lo absurdo de tales comportamientos. A nada conduce el envidiar al otro, el no aceptar sus logros, el dar la espalda sistemáticamente porque ¡tal vez! son más que nosotros, o han alcanzado un mejor nivel social, son más agraciados o más comprometidos; el caso es que, si esa gente lo que busca es el bien común y se lo trabaja, pues justo es reconocérselo.
Las personas ganamos en amplitud de miras, en justicia y en riqueza personal cuando somos sinceros, cuando alabamos lo bueno de los demás con naturalidad, cuando aprendemos de ellos, cuando sumamos y no quitamos, cuando somos capaces de felicitar al que triunfa y de festejar sus éxitos. Es entonces cuando una espita se abre en la mente y nos aleja de rencores rancios, de resentimientos añejos cuyo origen tal vez ni recordamos y, sin embargo, nos han carcomido el alma durante mucho tiempo.
Amo con pasión a Castronuevo que considero mi pueblo –aunque “me nacieron en Zamora”- y sé que este pueblo solo es uno más de los que mantienen tales comportamientos con su propia gente; supongo que se trata de algo endémico de estas tierras y espero que las siguientes generaciones den un poco de esplendor a enconos reales o inventados que han tenido sus mayores. Creo y confío en esta nueva generación de hombres y mujeres que permanecen en los pueblos, que continúan con la ganadería o con la labranza de las tierras y no han sucumbido al encanto de la ciudad. Creo y confío en ellos porque son sangre nueva y sus intenciones son menos arteras, porque muchos practican el “vive y deja vivir” que, según Omar Cervantes es uno de los axiomas de los grupos de doce pasos y que, en el argot de los grupos de adicciones, significa: echarle humildad, no intervenir en controversias, bajar el ego y dejar de querer tener siempre la razón.
Por tanto, y con todo lo dicho, hemos de seguir luchando por mejorar las cosas, ya sea en los pueblos, en la ciudad o en la provincia; desgraciadamente Zamora se caracteriza por su pasividad a la hora de exigir las prebendas que merece, y por la anulación casi total que han hecho de ella los poderes públicos; pero está en nuestras manos, en las de todos, seguir arrimando el hombro, llamando a puertas, insistiendo, pidiendo y reclamando lo que, en justicia, nos corresponde. Siempre he confiado que un día, alguien se hará eco de nuestra existencia y mejorará la situación; mientras tanto, en la medida que pueda cada uno, hemos de trabajar para descubrir el gran potencial de esta bella tierra tan desconocida y olvidada. Rendirse no es una opción.
Mª Soledad Martín Turiño
No hay nada más difícil que ser profeta en su tierra, porque a los zamoranos –y hablo de los pueblos porque conozco más el medio rural-, todo lo que les huela a nuevo, de entrada les predispone, les asusta; y todo lo que sea ver medrar a uno de los suyos, otro habitante del pueblo, vecino como ellos, que compartió barrio y escuela como ellos, entonces ya están con la daga presta para asestar la estocada; porque no reconocerán los logros del vecino, la lucha por mejorar su pueblo, el espaldarazo que es capaz de darle para que no sea una villa más o las renuncias que haya hecho previamente por conseguirlo.
Me contaba hace años alguien del pueblo que mi pariente Ubaldo Santos fue invitado a Castronuevo, su pueblo natal, a dar un pregón. Conozco a toda la familia y sé lo mucho que aman a su tierra, al pueblo y, por ende, a Zamora en general; pues bien, para su sorpresa y decepción, resulta que tuvo un público exiguo de apenas unas personas contadas con los dedos; el resto desapareció de escena. Me imagino a Ubaldo, procurador, poeta y zamorano de pro, hombre con ansias de ser libre, único en sus paseos por la ciudad ataviado con capa y boina, me lo imagino –digo- mirar con aquellos ojos profundos y vivaces a los escasos asistentes; me imagino la desilusión y el dolor contraído en una mueca de disimulada sonrisa y me duele profundamente cuando lo pienso porque fueron injustos con una persona que ha sido reconocida, cuyo delito consistió en amar a su tierra con entusiasmo cuando ésta ni siquiera se dignó en devolverle un poco de ese cariño.
Alguien dijo una vez que los zamoranos se alegran más del fracaso ajeno que del triunfo propio, ¡qué gran verdad! He visto y vivido en más de una ocasión situaciones parecidas y, a medida que voy cumpliendo años, supongo que será por aquello de que la vejez nos hace más sabios, me doy cuenta de lo absurdo de tales comportamientos. A nada conduce el envidiar al otro, el no aceptar sus logros, el dar la espalda sistemáticamente porque ¡tal vez! son más que nosotros, o han alcanzado un mejor nivel social, son más agraciados o más comprometidos; el caso es que, si esa gente lo que busca es el bien común y se lo trabaja, pues justo es reconocérselo.
Las personas ganamos en amplitud de miras, en justicia y en riqueza personal cuando somos sinceros, cuando alabamos lo bueno de los demás con naturalidad, cuando aprendemos de ellos, cuando sumamos y no quitamos, cuando somos capaces de felicitar al que triunfa y de festejar sus éxitos. Es entonces cuando una espita se abre en la mente y nos aleja de rencores rancios, de resentimientos añejos cuyo origen tal vez ni recordamos y, sin embargo, nos han carcomido el alma durante mucho tiempo.
Amo con pasión a Castronuevo que considero mi pueblo –aunque “me nacieron en Zamora”- y sé que este pueblo solo es uno más de los que mantienen tales comportamientos con su propia gente; supongo que se trata de algo endémico de estas tierras y espero que las siguientes generaciones den un poco de esplendor a enconos reales o inventados que han tenido sus mayores. Creo y confío en esta nueva generación de hombres y mujeres que permanecen en los pueblos, que continúan con la ganadería o con la labranza de las tierras y no han sucumbido al encanto de la ciudad. Creo y confío en ellos porque son sangre nueva y sus intenciones son menos arteras, porque muchos practican el “vive y deja vivir” que, según Omar Cervantes es uno de los axiomas de los grupos de doce pasos y que, en el argot de los grupos de adicciones, significa: echarle humildad, no intervenir en controversias, bajar el ego y dejar de querer tener siempre la razón.
Por tanto, y con todo lo dicho, hemos de seguir luchando por mejorar las cosas, ya sea en los pueblos, en la ciudad o en la provincia; desgraciadamente Zamora se caracteriza por su pasividad a la hora de exigir las prebendas que merece, y por la anulación casi total que han hecho de ella los poderes públicos; pero está en nuestras manos, en las de todos, seguir arrimando el hombro, llamando a puertas, insistiendo, pidiendo y reclamando lo que, en justicia, nos corresponde. Siempre he confiado que un día, alguien se hará eco de nuestra existencia y mejorará la situación; mientras tanto, en la medida que pueda cada uno, hemos de trabajar para descubrir el gran potencial de esta bella tierra tan desconocida y olvidada. Rendirse no es una opción.
Mª Soledad Martín Turiño





























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