HABLEMOS
Asunto venial
Carlos Domínguez
En el mundo actual, laico y hedonista más aún en días veraniegos, cuando todo se reduce al momento, a la intrascendencia de un goce pasajero y banal, suele pasarse por alto, como si de cualquier antigualla se tratara, la profunda crisis de una creencia y una religiosidad incompatibles con la mentalidad socializadora de la democracia de masas. Sin ir muy lejos, lo atestiguan las ofensas que, desde la zafiedad basurienta en que chapotea una supuesta intelectualidad de credo progresista, se lanzan contra las imágenes, símbolos y valores de nuestra tradición religiosa. Para muestra y botón, la reciente perla de Toledo.
El catolicismo consumó su derrota frente a la modernidad en dos acontecimientos decisivos del siglo XX, era de la catástrofe y la crueldad sin adjetivo. El primero fue la actitud poco clara del Vaticano ante el genocidio judío. El segundo la claudicación del Concilio Vaticano II en forma de renuncias teológicas, al asumir los valores de una ideología enemiga en forma de evangelio humanista, y tolerar la impostura doctrinal y moral de la teología de la liberación, con sacerdotes portando en los oficios cartucheras y fusiles, para hacer de Cristo un ídolo terreno de la revolución, el proletariado y la igualdad de los pueblos.
El pontificado de Juan Pablo II, implicado en la lucha contra el gran totalitarismo de nuestra época, más que síntoma de una fe reverdecida frente a los excesos de un solio como el del Juan XXIII, entregado al espejismo “antropológico” de la secularización, vino en realidad a poner de manifiesto esa derrota, pues no logró restaurar la dimensión sacral de la vivencia religiosa, cuya necesidad fue avistada con lucidez quizá por el Ratzinger tránsfuga mejor que por ningún otro.
El actual pontificado y su impostada universalidad, digna de alguien que sólo por soberbia renunció a regnal y ordinal en prueba de falsa humildad, no hace sino acelerar crisis y descrédito. Quien piense lo contrario, que visite hoy cualquier humilde parroquia de la Europa que alumbró nuestra civilización romana y cristiana. Acaso en el África de la negritud, el actual ecumenismo vaticano aspire a cultivar un nuevo y fértil predio de la fe. Pero, naturalmente, ello no será ni de lejos lo que fue y representó, en cuanto a civilización y humanidad, la Cristiandad de una Europa milenaria y venerable.
Una lástima, si bien se mira, porque después de infinitos atropellos, abusos e injusticias, el cristianismo ha llegado a ser la única religión, a diferencia incluso de las hermanas del Libro, con la grandeza suficiente para permitirnos, desde la razón, la libertad de adorar o no, profesar o no, postrarnos o no ante el misterio insondable de lo sagrado. Libertad, en fin, cuyo ejercicio no hace al hombre merecedor de condena ni reproche alguno.
En el mundo actual, laico y hedonista más aún en días veraniegos, cuando todo se reduce al momento, a la intrascendencia de un goce pasajero y banal, suele pasarse por alto, como si de cualquier antigualla se tratara, la profunda crisis de una creencia y una religiosidad incompatibles con la mentalidad socializadora de la democracia de masas. Sin ir muy lejos, lo atestiguan las ofensas que, desde la zafiedad basurienta en que chapotea una supuesta intelectualidad de credo progresista, se lanzan contra las imágenes, símbolos y valores de nuestra tradición religiosa. Para muestra y botón, la reciente perla de Toledo.
El catolicismo consumó su derrota frente a la modernidad en dos acontecimientos decisivos del siglo XX, era de la catástrofe y la crueldad sin adjetivo. El primero fue la actitud poco clara del Vaticano ante el genocidio judío. El segundo la claudicación del Concilio Vaticano II en forma de renuncias teológicas, al asumir los valores de una ideología enemiga en forma de evangelio humanista, y tolerar la impostura doctrinal y moral de la teología de la liberación, con sacerdotes portando en los oficios cartucheras y fusiles, para hacer de Cristo un ídolo terreno de la revolución, el proletariado y la igualdad de los pueblos.
El pontificado de Juan Pablo II, implicado en la lucha contra el gran totalitarismo de nuestra época, más que síntoma de una fe reverdecida frente a los excesos de un solio como el del Juan XXIII, entregado al espejismo “antropológico” de la secularización, vino en realidad a poner de manifiesto esa derrota, pues no logró restaurar la dimensión sacral de la vivencia religiosa, cuya necesidad fue avistada con lucidez quizá por el Ratzinger tránsfuga mejor que por ningún otro.
El actual pontificado y su impostada universalidad, digna de alguien que sólo por soberbia renunció a regnal y ordinal en prueba de falsa humildad, no hace sino acelerar crisis y descrédito. Quien piense lo contrario, que visite hoy cualquier humilde parroquia de la Europa que alumbró nuestra civilización romana y cristiana. Acaso en el África de la negritud, el actual ecumenismo vaticano aspire a cultivar un nuevo y fértil predio de la fe. Pero, naturalmente, ello no será ni de lejos lo que fue y representó, en cuanto a civilización y humanidad, la Cristiandad de una Europa milenaria y venerable.
Una lástima, si bien se mira, porque después de infinitos atropellos, abusos e injusticias, el cristianismo ha llegado a ser la única religión, a diferencia incluso de las hermanas del Libro, con la grandeza suficiente para permitirnos, desde la razón, la libertad de adorar o no, profesar o no, postrarnos o no ante el misterio insondable de lo sagrado. Libertad, en fin, cuyo ejercicio no hace al hombre merecedor de condena ni reproche alguno.





























Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.176