CON LOS CINCO SENTIDOS
De mentiras, medias verdades o absolutas invenciones
Nélida del Estal
Decía el actor inglés Eric Porter, inolvidable como Profesor Moriarty en “Las aventuras de Sherlock Holmes”, que “la vida es demasiado corta como para querer a quien te hiere y herir a quien te quiere”.
Supongo que el genial actor británico, tantas veces en la piel de personajes shakespearianos, inventaba su propia realidad en el teatro o en el cine, para poder esconder su homosexualidad, en la piel de personas que no existían más que en las mentes de los autores antiguos y modernos a los que prestaba su carne, su fascinante y duro rictus y, por supuesto, su talento.
Pasa algo parecido a la libertad que puede experimentar un actor, mimetizándose y escondiéndose de los demás, en el acto de escribir.
Solo el que escribe sabe que está acompañado aún estando solo.
Sus historias, el bullir de su mente, es a veces un griterío, un arrabal o una corrala de ciudad o de pueblo ahítos de gente que huele a café o a leche quemada, a ropa tendida recién lavada o a colonia infantil.
También podrás estar enamorado u odiar a alguien hasta el extremo del crimen, sin tener que pasar por prisión alguna, por juicios, por fiscales o por abogados; puedes ayudar a alguien a ser feliz y a evadirse del mundo o delinquir sin sentirse reo de nada, siquiera de sí mismo y de sus actos.
Puedes pasear tu desnudez corporal, tus carencias y defectos, tus virtudes, en el cuerpo inventado de otras gentes sin sentir culpabilidad o remordimiento alguno.
Todo porque, cuando escribes, eres libre. Total y absolutamente libre.
Decía el actor inglés Eric Porter, inolvidable como Profesor Moriarty en “Las aventuras de Sherlock Holmes”, que “la vida es demasiado corta como para querer a quien te hiere y herir a quien te quiere”.
Supongo que el genial actor británico, tantas veces en la piel de personajes shakespearianos, inventaba su propia realidad en el teatro o en el cine, para poder esconder su homosexualidad, en la piel de personas que no existían más que en las mentes de los autores antiguos y modernos a los que prestaba su carne, su fascinante y duro rictus y, por supuesto, su talento.
Pasa algo parecido a la libertad que puede experimentar un actor, mimetizándose y escondiéndose de los demás, en el acto de escribir.
Solo el que escribe sabe que está acompañado aún estando solo.
Sus historias, el bullir de su mente, es a veces un griterío, un arrabal o una corrala de ciudad o de pueblo ahítos de gente que huele a café o a leche quemada, a ropa tendida recién lavada o a colonia infantil.
También podrás estar enamorado u odiar a alguien hasta el extremo del crimen, sin tener que pasar por prisión alguna, por juicios, por fiscales o por abogados; puedes ayudar a alguien a ser feliz y a evadirse del mundo o delinquir sin sentirse reo de nada, siquiera de sí mismo y de sus actos.
Puedes pasear tu desnudez corporal, tus carencias y defectos, tus virtudes, en el cuerpo inventado de otras gentes sin sentir culpabilidad o remordimiento alguno.
Todo porque, cuando escribes, eres libre. Total y absolutamente libre.



























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