EL BECARIO TARDIO
Amontonando otoños
Esteban Pedrosa
En la anterior columna, veía venir el frío y escribí de esa intuición. Ahora, con el otoño, ya no existe la intuición, porque ya está aquí, con esa estampa melancólica, que lo será aún más cuando lleguen las nieblas y se adivine, a veces, ese maridaje entre lo posible y la certeza, que no deja pasar los colores ni, a veces también, la ideas.
Y es que las ideas tienen sus tonos si las comparamos con las hojas que, como decía el poeta, las mece el viento en su caída del árbol y el destino juega con esa ilusión a través de sus metáforas.
Con la tristeza del otoño, mi cámara se alegra y pide salir a la calle en busca de las fotos más bellas, lo que viene a decir que nunca llueve a gusto de todos y la belleza no se puede encasillar ni se puede medir, aunque nos empeñamos en ello con el único propósito de adjetivar, un verbo que está en boca de todos sin que lo sepamos.
En sus Cuatro Estaciones, Vivaldi lo bordó con el otoño -lo dice uno que no tiene oído musical-, aunque a un amigo mío le gusta más el verano de Vivaldi hasta hacerle llorar y acabar, cómo no, adjetivándolo: memorable, sublime…
Igual que recordaba momentos de mi vida a través de inviernos vividos, no me ocurre igual con los otoños ni con las otras tres estaciones, si acaso con los veranos, pero eso sería otra columna que tendré que abordar algún día. Aunque ahora recuerdo un momento de otoño, recogiendo castañas en Aliste y degustando después postres con ese fruto, al igual que después degusté, con el tiempo, sopas y otras viandas. La verdad es que no sé por qué me viene a la mente aquel día, que no tuvo nada especial, salvo ese descubrimiento de la castaña, su celebración en el paladar y poco más. Memoria selectiva, diría alguien que yo me sé.
O acaso recordar por recordar y no saber por qué, como decía, para acabar confundiendo unos otoños con otros, porque cada día vamos amontonando más…
En la anterior columna, veía venir el frío y escribí de esa intuición. Ahora, con el otoño, ya no existe la intuición, porque ya está aquí, con esa estampa melancólica, que lo será aún más cuando lleguen las nieblas y se adivine, a veces, ese maridaje entre lo posible y la certeza, que no deja pasar los colores ni, a veces también, la ideas.
Y es que las ideas tienen sus tonos si las comparamos con las hojas que, como decía el poeta, las mece el viento en su caída del árbol y el destino juega con esa ilusión a través de sus metáforas.
Con la tristeza del otoño, mi cámara se alegra y pide salir a la calle en busca de las fotos más bellas, lo que viene a decir que nunca llueve a gusto de todos y la belleza no se puede encasillar ni se puede medir, aunque nos empeñamos en ello con el único propósito de adjetivar, un verbo que está en boca de todos sin que lo sepamos.
En sus Cuatro Estaciones, Vivaldi lo bordó con el otoño -lo dice uno que no tiene oído musical-, aunque a un amigo mío le gusta más el verano de Vivaldi hasta hacerle llorar y acabar, cómo no, adjetivándolo: memorable, sublime…
Igual que recordaba momentos de mi vida a través de inviernos vividos, no me ocurre igual con los otoños ni con las otras tres estaciones, si acaso con los veranos, pero eso sería otra columna que tendré que abordar algún día. Aunque ahora recuerdo un momento de otoño, recogiendo castañas en Aliste y degustando después postres con ese fruto, al igual que después degusté, con el tiempo, sopas y otras viandas. La verdad es que no sé por qué me viene a la mente aquel día, que no tuvo nada especial, salvo ese descubrimiento de la castaña, su celebración en el paladar y poco más. Memoria selectiva, diría alguien que yo me sé.
O acaso recordar por recordar y no saber por qué, como decía, para acabar confundiendo unos otoños con otros, porque cada día vamos amontonando más…























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