ZAMORANA
Comienza noviembre
Comienza el mes de noviembre y llegan con él lágrimas que caen desde lo alto en forma de torrente, el cielo se oscurece, palidece el tiempo, el silencio es más denso, la gente chapotea evitando los charcos al transitar por las calles para cobijarse de la lluvia. La ciudad parece una fiesta, las floristerías sacan su colorida mercancía a la calle; en cada esquina se exponen ramos de flores, siemprevivas, macetas con crisantemos de distintos colores, claveles y un sinfín de ornamentos propios de estos días en que se conmemora a los difuntos. Los camposantos rebosan de esplendor tras un año en que han permanecido desnudos de ornatos, las lápidas aparecen brillantes, pulidos los metales, la tierra removida y cuidada, libre de esa maleza que ha crecido a su propio albedrío, los panteones son más solemnes y los cipreses del cementerio se yerguen como si con sus copas puntiagudas pretendieran tocar el cielo en un invisible hilo conductor entre la vida y la muerte.
Aquí reposan buenos y malos, sanos y enfermos, jóvenes y viejos, hombres, mujeres y niños que un día transitaron entre nosotros con sus ilusiones, sus cuitas y sus miedos. A ellos les llegó la hora y ya forman parte de la eternidad, mientras los demás aún hemos de recorrer un camino incierto hasta poder acompañarlos. En estos días, propicios para la reflexión, cada cual frente a la lápida de los suyos se para a pensar un momento, con gesto grave, en silencio, mirando al vacío y echando de menos la compañía de quien se amó un día y ya no está entre nosotros. Hemos de aceptar lo inevitable porque así lo marcan los dictados de la existencia y luego, tras una reverencia final, cada cual regresa a su propio mundo, a continuar respirando la savia de los días, con el propósito de saborear la dicha de seguir en esta conocida sociedad, aunque a veces nos torture y reneguemos de ella.
Día de Difuntos, fiesta entre las tumbas, recuerdos, lágrimas, flores y limpieza de las moradas postreras de quienes allí reposan, libres ya de las ataduras de este mundo. En ocasiones como hoy, cae una lluvia pertinaz como si las nubes lloraran también por los pecados de los vivos, castigándoles por ser tan olvidadizos, tan poco reflexivos, sin aprender la lección básica de que cuando llegue el final regresaremos a la tierra desnudos, tal y como nacimos. De nada sirven las riquezas ni los oropeles que no podremos llevar con nosotros y cuando llegue el momento de rendir cuentas lo realmente valioso será dejar atrás el recuerdo de haber sido una buena persona. Suficiente.
Día de Difuntos, unos segundos de meditación para ser conscientes de que esta vida, aun siendo un regalo, tiene un precio; y hemos de dejarla algo mejor que la recibimos. Al menos que estos días sirvan para caer en la cuenta de ese axioma de Malraux: “La muerte sólo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.”
Mª Soledad Martín Turiño
Comienza el mes de noviembre y llegan con él lágrimas que caen desde lo alto en forma de torrente, el cielo se oscurece, palidece el tiempo, el silencio es más denso, la gente chapotea evitando los charcos al transitar por las calles para cobijarse de la lluvia. La ciudad parece una fiesta, las floristerías sacan su colorida mercancía a la calle; en cada esquina se exponen ramos de flores, siemprevivas, macetas con crisantemos de distintos colores, claveles y un sinfín de ornamentos propios de estos días en que se conmemora a los difuntos. Los camposantos rebosan de esplendor tras un año en que han permanecido desnudos de ornatos, las lápidas aparecen brillantes, pulidos los metales, la tierra removida y cuidada, libre de esa maleza que ha crecido a su propio albedrío, los panteones son más solemnes y los cipreses del cementerio se yerguen como si con sus copas puntiagudas pretendieran tocar el cielo en un invisible hilo conductor entre la vida y la muerte.
Aquí reposan buenos y malos, sanos y enfermos, jóvenes y viejos, hombres, mujeres y niños que un día transitaron entre nosotros con sus ilusiones, sus cuitas y sus miedos. A ellos les llegó la hora y ya forman parte de la eternidad, mientras los demás aún hemos de recorrer un camino incierto hasta poder acompañarlos. En estos días, propicios para la reflexión, cada cual frente a la lápida de los suyos se para a pensar un momento, con gesto grave, en silencio, mirando al vacío y echando de menos la compañía de quien se amó un día y ya no está entre nosotros. Hemos de aceptar lo inevitable porque así lo marcan los dictados de la existencia y luego, tras una reverencia final, cada cual regresa a su propio mundo, a continuar respirando la savia de los días, con el propósito de saborear la dicha de seguir en esta conocida sociedad, aunque a veces nos torture y reneguemos de ella.
Día de Difuntos, fiesta entre las tumbas, recuerdos, lágrimas, flores y limpieza de las moradas postreras de quienes allí reposan, libres ya de las ataduras de este mundo. En ocasiones como hoy, cae una lluvia pertinaz como si las nubes lloraran también por los pecados de los vivos, castigándoles por ser tan olvidadizos, tan poco reflexivos, sin aprender la lección básica de que cuando llegue el final regresaremos a la tierra desnudos, tal y como nacimos. De nada sirven las riquezas ni los oropeles que no podremos llevar con nosotros y cuando llegue el momento de rendir cuentas lo realmente valioso será dejar atrás el recuerdo de haber sido una buena persona. Suficiente.
Día de Difuntos, unos segundos de meditación para ser conscientes de que esta vida, aun siendo un regalo, tiene un precio; y hemos de dejarla algo mejor que la recibimos. Al menos que estos días sirvan para caer en la cuenta de ese axioma de Malraux: “La muerte sólo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.”
Mª Soledad Martín Turiño






















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