CON LOS CINCO SENTIDOS
Se acerca la Navidad
Quiero que este año se pase ya. No me gusta la Navidad. No me gusta nada. Ni las luces, ni el frío (el frío me mata) ni la falsa modestia de la gentuza que te saluda ahora con efusividad (aunque no te pueda tocar tanto como antes) cuando ni te mira e incluso te desdeña el resto del año. No me gustan estas fechas edulcoradas de regalos y besos de Judas. No me gustan, reitero. Cualquier día podría ser Navidad, o catorce de febrero, o el día de la madre, o del padre. No un día determinado en el calendario para recordarte a ti, mortal, que casi se te pasa regalar algo a tu querida madre, o padre, o mujer o familiar, en un absurdo gran mercado de las emociones que parece que deben manifestarse es esas fechas con mayor preponderancia. Me hastía el tema hasta el más profundo tedio.
Si quieres regalar algo a alguien porque te sale del corazón ver su sonrisa y su sorpresa, cualquier fecha es buena, la mejor, cuando sientes el pálpito de hacerlo. Ese es el momento oportuno y no otro. Hemos convertido el funeral del cristianismo es una fiesta y una apología ceremonial del descontrol y el desenfreno monetario, culinario y sentimental. Este último, de todo punto falso. No es cinismo lo que gasto, es la cruda realidad.
Pantagruélicos festines que no se llevan gente a la tumba de milagro, a lo sumo, a urgencias por algún cólico nefrítico provocado por exceso de sal y ácido úrico, o por coma etílico al abusar del cava, el vino, los copazos y el “porque hoy es hoy y mañana, también”. Todos con el teléfono móvil en la mesa, bien cerquita de la mano para copiar o reenviar hasta el paroxismo los mismos mensajes, fotos o imágenes chorra en movimiento, a los “amigos” que ni saludan en la calle cualquier otro día fuera del período de tiempo que transcurre desde el veintidós de diciembre hasta el seis de enero.
Papá Noel, regalos, Reyes Magos, regalos, besos al aire, papel de colores y celofán junto al árbol o la escenificación tamaño de andar por casa, del consabido portal de Belén. Los peques disfrutan muchísimo, de hecho, esperan con auténtica ansiedad que lleguen las vacaciones liberadoras en las que todo se permite, “qué gracioso está el niño con su disfraz de reno”, “déjale que coma lo que quiera y trasnoche, estamos en Navidad”, como si la Navidad te diese una especie de patente de corso para hacer lo que nos dé la real gana y arrasar con todo. Pero son niños, única razón para mantener cierta nostalgia en la recámara de los recuerdos.
El auténtico católico, el de verdad, sentirá un profundo pesar porque estas fechas son de recogimiento interior y de amor verdadero por lo sencillo que se aprecia en el día a día. Eso pienso yo. Pero supongo que me dejaré llevar por la marabunta que me obliga a disfrutar, aunque no me apetezca mucho, a salir un poquito, aunque lo haré con quien me sienta a gusto, y a regalar a quien yo quiera, si quiero. Soy feliz sin grandes artificios y hay mucha gente que piensa como yo, a veces, hasta me sorprendo. Pero que pase todo pronto, por favor. Ese será el mejor regalo para todos.
Nélida L. del Estal Sastre
Quiero que este año se pase ya. No me gusta la Navidad. No me gusta nada. Ni las luces, ni el frío (el frío me mata) ni la falsa modestia de la gentuza que te saluda ahora con efusividad (aunque no te pueda tocar tanto como antes) cuando ni te mira e incluso te desdeña el resto del año. No me gustan estas fechas edulcoradas de regalos y besos de Judas. No me gustan, reitero. Cualquier día podría ser Navidad, o catorce de febrero, o el día de la madre, o del padre. No un día determinado en el calendario para recordarte a ti, mortal, que casi se te pasa regalar algo a tu querida madre, o padre, o mujer o familiar, en un absurdo gran mercado de las emociones que parece que deben manifestarse es esas fechas con mayor preponderancia. Me hastía el tema hasta el más profundo tedio.
Si quieres regalar algo a alguien porque te sale del corazón ver su sonrisa y su sorpresa, cualquier fecha es buena, la mejor, cuando sientes el pálpito de hacerlo. Ese es el momento oportuno y no otro. Hemos convertido el funeral del cristianismo es una fiesta y una apología ceremonial del descontrol y el desenfreno monetario, culinario y sentimental. Este último, de todo punto falso. No es cinismo lo que gasto, es la cruda realidad.
Pantagruélicos festines que no se llevan gente a la tumba de milagro, a lo sumo, a urgencias por algún cólico nefrítico provocado por exceso de sal y ácido úrico, o por coma etílico al abusar del cava, el vino, los copazos y el “porque hoy es hoy y mañana, también”. Todos con el teléfono móvil en la mesa, bien cerquita de la mano para copiar o reenviar hasta el paroxismo los mismos mensajes, fotos o imágenes chorra en movimiento, a los “amigos” que ni saludan en la calle cualquier otro día fuera del período de tiempo que transcurre desde el veintidós de diciembre hasta el seis de enero.
Papá Noel, regalos, Reyes Magos, regalos, besos al aire, papel de colores y celofán junto al árbol o la escenificación tamaño de andar por casa, del consabido portal de Belén. Los peques disfrutan muchísimo, de hecho, esperan con auténtica ansiedad que lleguen las vacaciones liberadoras en las que todo se permite, “qué gracioso está el niño con su disfraz de reno”, “déjale que coma lo que quiera y trasnoche, estamos en Navidad”, como si la Navidad te diese una especie de patente de corso para hacer lo que nos dé la real gana y arrasar con todo. Pero son niños, única razón para mantener cierta nostalgia en la recámara de los recuerdos.
El auténtico católico, el de verdad, sentirá un profundo pesar porque estas fechas son de recogimiento interior y de amor verdadero por lo sencillo que se aprecia en el día a día. Eso pienso yo. Pero supongo que me dejaré llevar por la marabunta que me obliga a disfrutar, aunque no me apetezca mucho, a salir un poquito, aunque lo haré con quien me sienta a gusto, y a regalar a quien yo quiera, si quiero. Soy feliz sin grandes artificios y hay mucha gente que piensa como yo, a veces, hasta me sorprendo. Pero que pase todo pronto, por favor. Ese será el mejor regalo para todos.
Nélida L. del Estal Sastre




























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