CON LOS CINCO SENTIDOS
Aroma de hogar
En mi casa, según cruzas el umbral, huele a azahar, a naranjas, mandarinas y a canela. Adoro la canela, se la echo a todo: a los bizcochos, a la leche del desayuno, a algunos guisos, a los perfumes livianos infantiles, para que perduren en la ropa y en el cuerpo…
Mi hogar huele a verano y a calor, a cabello moreno y largo, ondulado, húmedo, secándose al sol y a aceites corporales brillantes y especiados. Pero según te vas adentrando por el pasillo de mi humilde morada, te viene a la pituitaria un aroma a café recién hecho, a miel para acompañarlo y a conversación pausada y afable. A risas de labios y de ojos. Que a veces, la gente te hace ver que sonríe, pero sus ojos denotan algo bien diferente. Se ha de reír con toda la cara, si me apuras, con todo tu cuerpo. Que seas una risa andante, que contagia a otros caminantes que pasan por tu casa. Lo de reír sólo con la boca es una mueca falsa y yo no soporto más falsedades en mi vida real.
Mi hogar huele a razón, a quiero y puedo, a te argumento o me callo si desconozco. Huele a templanza. A humildad y sosiego, a empatía por el mal trago del otro que haces tuyo para compartir pesadumbre en la balanza y repartir los miedos para que sean más llevaderos. Huele a humildad y también huele a ego. Todos tenemos algo de lo que nos sentimos particularmente orgullosos y seríamos tontos si lo ocultásemos al resto de los mortales. De natural, la gente sólo te muestra sus bondades, sus ambiciones personales y sus valías. Lo malo, se lo queda para los que conviven con él en su particular infierno, pero eso nadie lo sabe…Te mostrará el éxito, la bonanza del viento y el color de los billetes de su cartera o el precio de su último capricho mundano. Pero nunca te mostrará su cara de naranja amarga, rojiza, esa que sólo ven los que le rodean en la vida cotidiana. Quizá no pensarás que esa persona a la que admiras e, incluso, envidias malsanamente, pasa por un calvario que ni imaginas, pero deseas porque eres mala gente y el mal en los demás, el sufrimiento del otro, que le falte el amor, el dinero, la fe o la pasión, te ponen hasta límites indecentes.
Es entonces cuando te sientes mediocre, “mala gente” y haces cosas que hace la gente de bien, véase: ayudar a los necesitados, dar ropa y dinero a instituciones caritativas, prestarte de voluntario para llevar comida y productos de primera necesidad a barrios comprometidos y desviados de la atención de la gente “guay” …
Y toda esta inmundicia que me aturulla el cerebro y de la que tengo que escapar para que jamás logre alcanzarme, me precipita hacia el umbral, una vez más, de mi humilde casa. Esa casa, la mía, que te recibe con espejos para mirarte y reconocerte cuando te propasas, devolverte a la realidad y asestarte una bofetada visual nada más mirarte según aterrizas. Esa casa con olor a naranjas y canela, a algo que reconoces, para bajarte del pedestal y admitir que no eres más que un ser humano lleno de defectos, pero con alguna virtud. Según vas avanzando por el pasillo hacia el interior, las realidades se vuelven ilusiones y la coraza con la que saliste es de papel de fumar. Te la quitas, te despojas de ella y vuelves a ser tú. Una mujer mortal, en toda la extensión de la palabra.
Nélida L. del Estal Sastre
En mi casa, según cruzas el umbral, huele a azahar, a naranjas, mandarinas y a canela. Adoro la canela, se la echo a todo: a los bizcochos, a la leche del desayuno, a algunos guisos, a los perfumes livianos infantiles, para que perduren en la ropa y en el cuerpo…
Mi hogar huele a verano y a calor, a cabello moreno y largo, ondulado, húmedo, secándose al sol y a aceites corporales brillantes y especiados. Pero según te vas adentrando por el pasillo de mi humilde morada, te viene a la pituitaria un aroma a café recién hecho, a miel para acompañarlo y a conversación pausada y afable. A risas de labios y de ojos. Que a veces, la gente te hace ver que sonríe, pero sus ojos denotan algo bien diferente. Se ha de reír con toda la cara, si me apuras, con todo tu cuerpo. Que seas una risa andante, que contagia a otros caminantes que pasan por tu casa. Lo de reír sólo con la boca es una mueca falsa y yo no soporto más falsedades en mi vida real.
Mi hogar huele a razón, a quiero y puedo, a te argumento o me callo si desconozco. Huele a templanza. A humildad y sosiego, a empatía por el mal trago del otro que haces tuyo para compartir pesadumbre en la balanza y repartir los miedos para que sean más llevaderos. Huele a humildad y también huele a ego. Todos tenemos algo de lo que nos sentimos particularmente orgullosos y seríamos tontos si lo ocultásemos al resto de los mortales. De natural, la gente sólo te muestra sus bondades, sus ambiciones personales y sus valías. Lo malo, se lo queda para los que conviven con él en su particular infierno, pero eso nadie lo sabe…Te mostrará el éxito, la bonanza del viento y el color de los billetes de su cartera o el precio de su último capricho mundano. Pero nunca te mostrará su cara de naranja amarga, rojiza, esa que sólo ven los que le rodean en la vida cotidiana. Quizá no pensarás que esa persona a la que admiras e, incluso, envidias malsanamente, pasa por un calvario que ni imaginas, pero deseas porque eres mala gente y el mal en los demás, el sufrimiento del otro, que le falte el amor, el dinero, la fe o la pasión, te ponen hasta límites indecentes.
Es entonces cuando te sientes mediocre, “mala gente” y haces cosas que hace la gente de bien, véase: ayudar a los necesitados, dar ropa y dinero a instituciones caritativas, prestarte de voluntario para llevar comida y productos de primera necesidad a barrios comprometidos y desviados de la atención de la gente “guay” …
Y toda esta inmundicia que me aturulla el cerebro y de la que tengo que escapar para que jamás logre alcanzarme, me precipita hacia el umbral, una vez más, de mi humilde casa. Esa casa, la mía, que te recibe con espejos para mirarte y reconocerte cuando te propasas, devolverte a la realidad y asestarte una bofetada visual nada más mirarte según aterrizas. Esa casa con olor a naranjas y canela, a algo que reconoces, para bajarte del pedestal y admitir que no eres más que un ser humano lleno de defectos, pero con alguna virtud. Según vas avanzando por el pasillo hacia el interior, las realidades se vuelven ilusiones y la coraza con la que saliste es de papel de fumar. Te la quitas, te despojas de ella y vuelves a ser tú. Una mujer mortal, en toda la extensión de la palabra.
Nélida L. del Estal Sastre























Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.34