CON LOS CINCO SENTIDOS
Caníbal
Llevaba un tiempo sin verte, te ansiaba, pero notaba una cierta distancia y frialdad en nuestras habituales llamadas telefónicas nocturnas, sobre todo en las últimas. Cada vez que nos veíamos saltaban chispas y el fuego nos quemaba los dedos en el cuerpo del otro, pero ya hacía más de un mes que no quedábamos. Era muy extraño. Yo no insistía en verte, esperaba que fueras tú el que diera el primer paso; soy mujer y no quería parecer desesperada ni desafiante o demasiado echada para adelante. No estaba ansiosa, pero sí preocupada. Se decía por ahí que te había tocado la lotería o algo similar porque, en cuestión de un mes, tu empresa era más grande, potente y generaba más dividendos. Pero poca gente te veía, exceptuando los que trabajaban para ti.
Sin decirte nada, me acerqué para verte, para hablarte cara a cara y saber de una vez el porqué de tu distanciamiento hacia mí, tan extraño, tan repentino, cuando era tu debilidad escuchar mi voz y sentir mis labios…Morías por tocarme y hacerme tuya casi sin darme tiempo a decirte “buenas noches”. Al traspasar el umbral de la puerta de tus oficinas, la extrema luz de los fluorescentes me cegó. Vi mucha gente de un lado a otro de la nave, con paquetes y carpetas; hablando por teléfono y tecleando en sus ordenadores de manera deshumanizada, frenética. Sus caras estaban tan blancas como la luz que emanaba de los altos techos de donde pendían decenas de tubos led.
Crucé el pasillo, esquivando al personal que ni saludaba, pero se me quedaba mirando, como también miraba a una joven morena de pelo corto que estaba sentada bajo la ventana de tu oficina, aferrada a un portafolio sobre el que no dejaba de tamborilear sus diminutos dedos. Me acerqué a ella y me presenté.
Hola, soy Laura. ¿Está el jefe?
Sí, está arriba, muy ocupado, vengo a hacer una entrevista de trabajo y llevo esperando más de una hora. Me llamo Nerea- dijiste.
Subí los veintitrés escalones que separaban el suelo de la planta de tu cubículo y abrí la puerta. Estabas al teléfono, con la mirada perdida, mientras tres o cuatro personas se disputaban la fotocopiadora en la otra mesa del despacho. Me miraste y un pequeño destello salió despedido de tus ojos para encontrarse en los míos, como un grito de auxilio. Solté el bolso en el sillón de la entrada y corrí hacia ti para abrazarte. Tuve que forzar mi maquinaria porque esas personas que había en la otra mesa intentaban que no llegara, que no te alcanzara. Me agarraban con fuerza y me tiraban del suéter. Me desgarraron una manga, pero llegué a ti. Estabas viejo, encanecido y arrugado. Te levantaste y tu figura encorvada parecía llevar el peso del mundo entero. Estaba aterrada; no entendía nada. Te cogí del brazo y estabas frío como lo debe de estar un muerto. Te abracé y te besé en la mejilla; entonces un ligero color rosáceo empezó a manifestarse en tu rostro. En ese momento, uno de los hombres que estaba en tu despacho me golpeó y me tiró al suelo.
No dejéis que esta mujer se acerque a él- dijo
Pero yo saqué fuerzas de donde no las tenía y volví a cogerte del brazo, me pegué a tu cuerpo y te volví a besar. Cada vez que lo hacía, tu figura se erguía un poco más y algunas de tus arrugas desaparecían, así que no paré de besarte. Cuanto más te besaba, más fuerza tenías y menos hombres había en esa estancia. Entonces entendí. Me mirabas cada vez con más deseo y ternura, con más adicción y necesidad vital. Yo seguía insuflándote besos y sangre hasta que desaparecieron todos.
Miré por los cristales que daban a la nave desde tu oficina. No quedaba nadie. Fluorescentes titilando, folios volando y la joven Nerea en pie, aferrada a su portafolio con una cara de terror difícil de expresar con palabras. Bajé a calmarla, emplazando su entrevista a días posteriores.
Subí de nuevo. Te senté en tu sillón, me puse de rodillas frente a ti, con mis manos acariciando tu rostro y me di cuenta de que volvías a ser el de antes, más joven. Me enseñaste un papel; vi tu firma al final del texto sobre una mancha de lo que, supuse, era tu sangre. Habías firmado la venta de tu alma por éxito para no perderme. Tonto. No te habían dicho que al venderla te olvidarías de que me amas, te olvidarías de haberme conocido. Te olvidarías que me es igual lo que poseas.
Has vuelto a mí, pero ahora compartimos mi alma; la tuya la perdiste para siempre. Por eso seremos fuertes mientras permanezcamos el uno junto al otro. Si nos separamos, nos convertiremos en dos desalmados más y el mundo está ya demasiado ahíto de seres sin alma y sin candor.
Nélida L. del Estal Sastre
Llevaba un tiempo sin verte, te ansiaba, pero notaba una cierta distancia y frialdad en nuestras habituales llamadas telefónicas nocturnas, sobre todo en las últimas. Cada vez que nos veíamos saltaban chispas y el fuego nos quemaba los dedos en el cuerpo del otro, pero ya hacía más de un mes que no quedábamos. Era muy extraño. Yo no insistía en verte, esperaba que fueras tú el que diera el primer paso; soy mujer y no quería parecer desesperada ni desafiante o demasiado echada para adelante. No estaba ansiosa, pero sí preocupada. Se decía por ahí que te había tocado la lotería o algo similar porque, en cuestión de un mes, tu empresa era más grande, potente y generaba más dividendos. Pero poca gente te veía, exceptuando los que trabajaban para ti.
Sin decirte nada, me acerqué para verte, para hablarte cara a cara y saber de una vez el porqué de tu distanciamiento hacia mí, tan extraño, tan repentino, cuando era tu debilidad escuchar mi voz y sentir mis labios…Morías por tocarme y hacerme tuya casi sin darme tiempo a decirte “buenas noches”. Al traspasar el umbral de la puerta de tus oficinas, la extrema luz de los fluorescentes me cegó. Vi mucha gente de un lado a otro de la nave, con paquetes y carpetas; hablando por teléfono y tecleando en sus ordenadores de manera deshumanizada, frenética. Sus caras estaban tan blancas como la luz que emanaba de los altos techos de donde pendían decenas de tubos led.
Crucé el pasillo, esquivando al personal que ni saludaba, pero se me quedaba mirando, como también miraba a una joven morena de pelo corto que estaba sentada bajo la ventana de tu oficina, aferrada a un portafolio sobre el que no dejaba de tamborilear sus diminutos dedos. Me acerqué a ella y me presenté.
Hola, soy Laura. ¿Está el jefe?
Sí, está arriba, muy ocupado, vengo a hacer una entrevista de trabajo y llevo esperando más de una hora. Me llamo Nerea- dijiste.
Subí los veintitrés escalones que separaban el suelo de la planta de tu cubículo y abrí la puerta. Estabas al teléfono, con la mirada perdida, mientras tres o cuatro personas se disputaban la fotocopiadora en la otra mesa del despacho. Me miraste y un pequeño destello salió despedido de tus ojos para encontrarse en los míos, como un grito de auxilio. Solté el bolso en el sillón de la entrada y corrí hacia ti para abrazarte. Tuve que forzar mi maquinaria porque esas personas que había en la otra mesa intentaban que no llegara, que no te alcanzara. Me agarraban con fuerza y me tiraban del suéter. Me desgarraron una manga, pero llegué a ti. Estabas viejo, encanecido y arrugado. Te levantaste y tu figura encorvada parecía llevar el peso del mundo entero. Estaba aterrada; no entendía nada. Te cogí del brazo y estabas frío como lo debe de estar un muerto. Te abracé y te besé en la mejilla; entonces un ligero color rosáceo empezó a manifestarse en tu rostro. En ese momento, uno de los hombres que estaba en tu despacho me golpeó y me tiró al suelo.
No dejéis que esta mujer se acerque a él- dijo
Pero yo saqué fuerzas de donde no las tenía y volví a cogerte del brazo, me pegué a tu cuerpo y te volví a besar. Cada vez que lo hacía, tu figura se erguía un poco más y algunas de tus arrugas desaparecían, así que no paré de besarte. Cuanto más te besaba, más fuerza tenías y menos hombres había en esa estancia. Entonces entendí. Me mirabas cada vez con más deseo y ternura, con más adicción y necesidad vital. Yo seguía insuflándote besos y sangre hasta que desaparecieron todos.
Miré por los cristales que daban a la nave desde tu oficina. No quedaba nadie. Fluorescentes titilando, folios volando y la joven Nerea en pie, aferrada a su portafolio con una cara de terror difícil de expresar con palabras. Bajé a calmarla, emplazando su entrevista a días posteriores.
Subí de nuevo. Te senté en tu sillón, me puse de rodillas frente a ti, con mis manos acariciando tu rostro y me di cuenta de que volvías a ser el de antes, más joven. Me enseñaste un papel; vi tu firma al final del texto sobre una mancha de lo que, supuse, era tu sangre. Habías firmado la venta de tu alma por éxito para no perderme. Tonto. No te habían dicho que al venderla te olvidarías de que me amas, te olvidarías de haberme conocido. Te olvidarías que me es igual lo que poseas.
Has vuelto a mí, pero ahora compartimos mi alma; la tuya la perdiste para siempre. Por eso seremos fuertes mientras permanezcamos el uno junto al otro. Si nos separamos, nos convertiremos en dos desalmados más y el mundo está ya demasiado ahíto de seres sin alma y sin candor.
Nélida L. del Estal Sastre





























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