HABLEMOS
Claves de una crisis
Carlos Domínguez
La guerra desatada por Rusia contra Ucrania vulnera todas las normas del derecho internacional. Sin embargo, bajo una óptica realista, Occidente y en especial una Europa incapaz de asumir el protagonismo político y militar que le corresponde conforme a medios, población y recursos, dista de ser ajeno a la delicadísima situación que atraviesa la zona oriental del continente. La descomposición del imperio soviético no debiera haber llevado a un análisis simplista, como si el hundimiento del régimen comunista condujera sin más a la solución de viejos problemas. Porque lo que se hallaba en juego no era el colapso definitivo del gran totalitarismo contemporáneo, sino las posiciones de poder de los principales actores de la política mundial, y ahí, en lugar de un pacifismo ingenuo o un fácil hegemonismo, habría sido de esperar un bien medido realismo. En el momento de desmembración del coloso soviético, fue un error perder de vista que, incluso debilitada, allí estaba como siempre estuvo Rusia ejerciendo de gran potencia, con intereses que, desde Tilsit y las Paces de París a comienzos del XIX, fueron y van mucho más lejos de coyunturas internas pasajeras; Stalin y Putin incluidos.
La OTAN nunca debió fomentar alegremente, por no ser tampoco necesaria, la ampliación a Estados que, aun soberanos dentro de un nuevo y saludable marco de libertad, rompían a causa de los retos a que obliga su incorporación el frágil equilibrio en el amplio arco de la Europa oriental, desde el Báltico a los Balcanes y el Mediterráneo. Las repúblicas bálticas, Polonia, Hungría y Ucrania, tienen derecho como naciones libres a integrarse en la organización que deseen. Pero no es menos cierto que, bajo la amenaza de conflicto nuclear, su pertenencia a la Alianza Atlántica, sin ser decisiva y ni siquiera relevante, altera los equilibrios regionales en perjuicio no ya de la desaparecida Unión Soviética, sino de Rusia en su papel de segunda potencia mundial, avalada por la magnitud de su arsenal estratégico. Grecia y Turquía eran ya ventaja suficiente para la Alianza Atlántica, sumada al posicionamiento tácito pero inequívoco de países como Suecia y Finlandia, en el flanco septentrional. Por puro cálculo, estuvo en manos de la OTAN y EE.UU contener una ampliación que en el fondo nada aportaba ni aporta a la defensa común, menos aún a una capacidad de respuesta operativa. Con su palmaria y trágica debilidad, Ucrania lo ha demostrado sobradamente.
Mucho más coherente habría sido impulsar una zona neutral de seguridad mediante la negociación y compromisos mutuos, respaldados no por paripés ignominiosos como los de estos últimos días, sino por plenas garantías y salvaguardas militares, tanto convencionales como estratégicas de ser preciso. Al presente, el camino para pacificar un escenario que podría amenazar con un enésimo polvorín a la balcánica es trabajar en favor de un área a modo de corredor neutral y en lo posible desmilitarizado, siguiendo la línea del Báltico al Mediterráneo. Lo único que impidió e impide esa solución realista, basada en la estabilidad de áreas de influencia desde el respeto a la independencia de los Estados de acuerdo con un hasta ahora válido modelo finlandés, es la cobarde debilidad de una Europa que, ignorando sus responsabilidades en materia de defensa, confió interesada e hipócritamente en el colchón de los países de su trastienda oriental, para contener un siempre amenazador expansionismo ruso. Ello de igual manera que, a partir de la posguerra, delegó todo el coste económico y humano de su propia seguridad en el dispendioso liderazgo americano. El mejor freno de Putin y su imperialismo tardío hubiera sido una Europa occidental unida y fuerte, dispuesta a garantizar, más allá del inane teatro bruselense, la integridad territorial de sus vecinos cuando no socios en calidad de países miembros.
La guerra desatada por Rusia contra Ucrania vulnera todas las normas del derecho internacional. Sin embargo, bajo una óptica realista, Occidente y en especial una Europa incapaz de asumir el protagonismo político y militar que le corresponde conforme a medios, población y recursos, dista de ser ajeno a la delicadísima situación que atraviesa la zona oriental del continente. La descomposición del imperio soviético no debiera haber llevado a un análisis simplista, como si el hundimiento del régimen comunista condujera sin más a la solución de viejos problemas. Porque lo que se hallaba en juego no era el colapso definitivo del gran totalitarismo contemporáneo, sino las posiciones de poder de los principales actores de la política mundial, y ahí, en lugar de un pacifismo ingenuo o un fácil hegemonismo, habría sido de esperar un bien medido realismo. En el momento de desmembración del coloso soviético, fue un error perder de vista que, incluso debilitada, allí estaba como siempre estuvo Rusia ejerciendo de gran potencia, con intereses que, desde Tilsit y las Paces de París a comienzos del XIX, fueron y van mucho más lejos de coyunturas internas pasajeras; Stalin y Putin incluidos.
La OTAN nunca debió fomentar alegremente, por no ser tampoco necesaria, la ampliación a Estados que, aun soberanos dentro de un nuevo y saludable marco de libertad, rompían a causa de los retos a que obliga su incorporación el frágil equilibrio en el amplio arco de la Europa oriental, desde el Báltico a los Balcanes y el Mediterráneo. Las repúblicas bálticas, Polonia, Hungría y Ucrania, tienen derecho como naciones libres a integrarse en la organización que deseen. Pero no es menos cierto que, bajo la amenaza de conflicto nuclear, su pertenencia a la Alianza Atlántica, sin ser decisiva y ni siquiera relevante, altera los equilibrios regionales en perjuicio no ya de la desaparecida Unión Soviética, sino de Rusia en su papel de segunda potencia mundial, avalada por la magnitud de su arsenal estratégico. Grecia y Turquía eran ya ventaja suficiente para la Alianza Atlántica, sumada al posicionamiento tácito pero inequívoco de países como Suecia y Finlandia, en el flanco septentrional. Por puro cálculo, estuvo en manos de la OTAN y EE.UU contener una ampliación que en el fondo nada aportaba ni aporta a la defensa común, menos aún a una capacidad de respuesta operativa. Con su palmaria y trágica debilidad, Ucrania lo ha demostrado sobradamente.
Mucho más coherente habría sido impulsar una zona neutral de seguridad mediante la negociación y compromisos mutuos, respaldados no por paripés ignominiosos como los de estos últimos días, sino por plenas garantías y salvaguardas militares, tanto convencionales como estratégicas de ser preciso. Al presente, el camino para pacificar un escenario que podría amenazar con un enésimo polvorín a la balcánica es trabajar en favor de un área a modo de corredor neutral y en lo posible desmilitarizado, siguiendo la línea del Báltico al Mediterráneo. Lo único que impidió e impide esa solución realista, basada en la estabilidad de áreas de influencia desde el respeto a la independencia de los Estados de acuerdo con un hasta ahora válido modelo finlandés, es la cobarde debilidad de una Europa que, ignorando sus responsabilidades en materia de defensa, confió interesada e hipócritamente en el colchón de los países de su trastienda oriental, para contener un siempre amenazador expansionismo ruso. Ello de igual manera que, a partir de la posguerra, delegó todo el coste económico y humano de su propia seguridad en el dispendioso liderazgo americano. El mejor freno de Putin y su imperialismo tardío hubiera sido una Europa occidental unida y fuerte, dispuesta a garantizar, más allá del inane teatro bruselense, la integridad territorial de sus vecinos cuando no socios en calidad de países miembros.






























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