HABLEMOS
Sentido común y democracia
Carlos Domínguez
El Common sense de Thomas Paine, obra menor allá por el siglo XVIII, representó junto a otras similares en las colonias inglesas de América del Norte un punto de inflexión, pues, con su lenguaje llano y entendible por la gente común, orgullosa bajo el ideal patriótico de su condición de ciudadanos libres, vino a denunciar la situación límite a que había llegado una administración colonial cuya finalidad, desde métodos burocráticos de control, era la exacción vía impuestos de la riqueza de quienes se hallaban sujetos a la autoridad y, en el fondo, arbitrariedad de la metrópoli. El clima revolucionario en que se redactó aquel manifiesto es sobradamente conocido, a raíz de acontecimientos, y aquí, reconózcase, los americanos exageran en ausencia (afortunadamente para ellos) de una historia más densa y prolija, como la “matanza” de Boston de 1770 y poco después la revuelta de 1773, cuando los ciudadanos echaron por la borda el cargamento de té de la Compañía británica de las Indias Orientales, a causa de lo que juzgaban tasas completamente abusivas. Como es notorio, el actual movimiento Tea Party, republicano como defensor de los valores conservadores del individualismo y las libertades civiles, se inspira en aquel acto heroico con su innegable simbolismo.
El texto de Paine tiene hoy vigencia no sólo en un país como EE.UU., adalid todavía, en lo que pueda permitirse, de la defensa del individuo frente a las prácticas de un Estado intervencionista. Pero más aún constituye una referencia en los países europeos, donde la democracia parlamentaria asociada al Estado de derecho lleva camino de perder su condición de baluarte de la libertad. Por desgracia, la democracia clásica, reducida cada vez más al vacío de su concepto formal, ha degenerado en socialburocracia, o fórmula apoyada en una estructura institucionalizada que, mediante aparatos administrativos santificados por el principio de prevalencia de lo social sobre lo individual, de lo público sobre lo privado, del Estado y la burocracia sobre el ciudadano, atentan permanentemente contra las libertades y haciendas privadas. El nivel de intromisión de los poderes estatales en la vida de los ciudadanos alcanza al presente cuotas inimaginables, bajo bandera y dogmas de una corrección política que con sus nuevas ideologías, en esencia colectivistas, aspira a cambiar modos de vida, hábitos e incluso instituciones milenarias. Pero quizá lo fundamental para una “democracia” devaluada a socialburocracia resida, como antaño en todo tiempo y lugar, en el nivel de presión que alcanza el sistema impositivo de mastodónticas burocracias, en sí ineficaces, derrochadoras y endeudadas ilimitadamente, al único fin de contentar a clientelas subsidiadas y mantener con holgura a sus élites dirigentes, políticas o funcionariales. Frente a tanto desafuero, no estaría de más recuperar, en la tradición del mejor y más puro liberalismo anglosajón, el sentido común de una ciudadanía dispuesta a poner coto al insaciable latrocinio fiscal de la, hoy por hoy, peor versión de una democracia agotada a falta de impulso cívico.
El Common sense de Thomas Paine, obra menor allá por el siglo XVIII, representó junto a otras similares en las colonias inglesas de América del Norte un punto de inflexión, pues, con su lenguaje llano y entendible por la gente común, orgullosa bajo el ideal patriótico de su condición de ciudadanos libres, vino a denunciar la situación límite a que había llegado una administración colonial cuya finalidad, desde métodos burocráticos de control, era la exacción vía impuestos de la riqueza de quienes se hallaban sujetos a la autoridad y, en el fondo, arbitrariedad de la metrópoli. El clima revolucionario en que se redactó aquel manifiesto es sobradamente conocido, a raíz de acontecimientos, y aquí, reconózcase, los americanos exageran en ausencia (afortunadamente para ellos) de una historia más densa y prolija, como la “matanza” de Boston de 1770 y poco después la revuelta de 1773, cuando los ciudadanos echaron por la borda el cargamento de té de la Compañía británica de las Indias Orientales, a causa de lo que juzgaban tasas completamente abusivas. Como es notorio, el actual movimiento Tea Party, republicano como defensor de los valores conservadores del individualismo y las libertades civiles, se inspira en aquel acto heroico con su innegable simbolismo.
El texto de Paine tiene hoy vigencia no sólo en un país como EE.UU., adalid todavía, en lo que pueda permitirse, de la defensa del individuo frente a las prácticas de un Estado intervencionista. Pero más aún constituye una referencia en los países europeos, donde la democracia parlamentaria asociada al Estado de derecho lleva camino de perder su condición de baluarte de la libertad. Por desgracia, la democracia clásica, reducida cada vez más al vacío de su concepto formal, ha degenerado en socialburocracia, o fórmula apoyada en una estructura institucionalizada que, mediante aparatos administrativos santificados por el principio de prevalencia de lo social sobre lo individual, de lo público sobre lo privado, del Estado y la burocracia sobre el ciudadano, atentan permanentemente contra las libertades y haciendas privadas. El nivel de intromisión de los poderes estatales en la vida de los ciudadanos alcanza al presente cuotas inimaginables, bajo bandera y dogmas de una corrección política que con sus nuevas ideologías, en esencia colectivistas, aspira a cambiar modos de vida, hábitos e incluso instituciones milenarias. Pero quizá lo fundamental para una “democracia” devaluada a socialburocracia resida, como antaño en todo tiempo y lugar, en el nivel de presión que alcanza el sistema impositivo de mastodónticas burocracias, en sí ineficaces, derrochadoras y endeudadas ilimitadamente, al único fin de contentar a clientelas subsidiadas y mantener con holgura a sus élites dirigentes, políticas o funcionariales. Frente a tanto desafuero, no estaría de más recuperar, en la tradición del mejor y más puro liberalismo anglosajón, el sentido común de una ciudadanía dispuesta a poner coto al insaciable latrocinio fiscal de la, hoy por hoy, peor versión de una democracia agotada a falta de impulso cívico.



















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