Quitarnos o no quitarnos el bozal

Ningún zamorano podía imaginarse -hace apenas tres años- que esta ciudad podría vivir sin su santa semana. Religiosa para unos, cultural para otros y fiesta pura y dura -me da a mí- para la mayoría. Días de asueto, sin clases; hoteles llenos y bares a rebosar; a la postre, el negocio por unos días, que se hace corto cuando el cuerpo pide más marcha y días largos para los que, aun queriendo marcha, el cuerpo no les aguanta, no les da para más y piden paz y sosiego.

Ya en los primeros días de marzo de esos tresa años que decía, incluso sabiendo a ciencia cierta que no se celebraría la Semana Santa, no lo queríamos creer y algunos buscaban fechas para celebrarla más tarde, pero celebrarla.

Además, eran días para pensar más de lo habitual, ya confinados, contemplado la vida desde una ventana o balcón, por los que apenas pasaba nadie. Tal vez alguien con un pan debajo del brazo y, de tanto pensar, te daba tiempo a preguntarte si el pan ya venía con él al nacer y, para no aburrirte, pensabas si el pan no estaría duro y el hombre lo paseaba como disculpa para salir, igual que otros sacaban el perro propio o el perro prestado para sortear a la autoridad y todos aquellos chistes que se hicieron con perros extenuados de estar todo el día en la calle.

Se me ocurrió apuntar entonces que siempre había sido el perro quien sacaba al dueño y se habían cambiado las tornas.

Bueno, pues unos cuantos días después, unas cuantas mascarillas después, unas cuantas veces después de asaltarnos la duda -tras un estornudo- si no seríamos portadores del virus… Ya tenemos aquí la Semana Santa.
Cuando la crisis financiera, decíamos que estábamos escarmentados y que la vida ya no volvería a ser igual. Gran mentira que no tardamos en descubrir, como tampoco tardaremos en saber que no hemos escarmentado con esta pandemia y que la mascarilla es, en realidad, un bozal que no hemos de llevar necesariamente para ocultar o mostrar nuestra cualidad animal.

Esteban Pedrosa