HABLEMOS
Amable liturgia
Carlos Domínguez
Después de un paréntesis forzado, durante el cual la naturaleza con su inmenso poder nos ha puesto a prueba igual que hizo con la humanidad entera, especie soberbia si no sacrílega en su desmedida ambición, retorna a esta Zamora humilde su liturgia más querida, efeméride entrañable desde el arraigo en nuestra historia y tradición. A decir verdad, para alguien que jamás practicó tales ritos, excepto una sola vez por motivos muy personales, nuestra Semana Santa se reduce con los años a un haz de recuerdos. Aun así, quien no ejerza de semanasantero por albergar recelo acaso hacia las multitudes, y qué vamos a hacerle, aguardará junto al resto de sus paisanos el momento de volver a la rutina del acontecimiento, que también la tiene y mucha, turisteo y aglomeraciones incluidas. Bien puede comprenderse; los zamoranos de mi edad esperamos el suceso con cierta resignación, pues a estas alturas, y algunos sin demasiada o ninguna experiencia, lo hemos visto todo en todos los lugares, todas las calles y todas las plazas; todos los fondos y recorridos. Conocemos el orden, las túnicas, los hachones, los detalles de carrozas e imaginería. Mas también la llamada del merlú, las meriendas y el madrugador refrigerio de las sopas, al amanecer del día en que la liturgia declina un año más, para concluir a no tardar igual que el resto, pasados o futuros. Y, cómo no, conocemos también al dedillo los atajos, travesías y callejas que, en pleno y para mi gusto hoy demasiado lento desfilar, permiten sortear cofrades y muchedumbres, buscando simplemente el refugio del hogar.
Suficiente rito y piedad desde un agnosticismo tolerante, garantía para amar una Semana Santa que lo es mía por zamorano, y cuyo rito tendrá siempre la virtud de anunciar, en el discurrir de los trabajos y los meses representado en alguno de nuestros pórticos románicos, la llegada el año venidero de una Semana más.
Después de un paréntesis forzado, durante el cual la naturaleza con su inmenso poder nos ha puesto a prueba igual que hizo con la humanidad entera, especie soberbia si no sacrílega en su desmedida ambición, retorna a esta Zamora humilde su liturgia más querida, efeméride entrañable desde el arraigo en nuestra historia y tradición. A decir verdad, para alguien que jamás practicó tales ritos, excepto una sola vez por motivos muy personales, nuestra Semana Santa se reduce con los años a un haz de recuerdos. Aun así, quien no ejerza de semanasantero por albergar recelo acaso hacia las multitudes, y qué vamos a hacerle, aguardará junto al resto de sus paisanos el momento de volver a la rutina del acontecimiento, que también la tiene y mucha, turisteo y aglomeraciones incluidas. Bien puede comprenderse; los zamoranos de mi edad esperamos el suceso con cierta resignación, pues a estas alturas, y algunos sin demasiada o ninguna experiencia, lo hemos visto todo en todos los lugares, todas las calles y todas las plazas; todos los fondos y recorridos. Conocemos el orden, las túnicas, los hachones, los detalles de carrozas e imaginería. Mas también la llamada del merlú, las meriendas y el madrugador refrigerio de las sopas, al amanecer del día en que la liturgia declina un año más, para concluir a no tardar igual que el resto, pasados o futuros. Y, cómo no, conocemos también al dedillo los atajos, travesías y callejas que, en pleno y para mi gusto hoy demasiado lento desfilar, permiten sortear cofrades y muchedumbres, buscando simplemente el refugio del hogar.
Suficiente rito y piedad desde un agnosticismo tolerante, garantía para amar una Semana Santa que lo es mía por zamorano, y cuyo rito tendrá siempre la virtud de anunciar, en el discurrir de los trabajos y los meses representado en alguno de nuestros pórticos románicos, la llegada el año venidero de una Semana más.





















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