CON LOS CINCO SENTIDOS
Fiona y su cuaderno morado
Nélida L. del Estal Sastre
En el pequeño pueblo irlandés de Howth, a menos de media hora de Dublín, vivía la señora Fiona Doyle, viuda de Connor Doyle, buen pescador y mejor persona conocido por todos por las cogorzas que se pillaba en uno de los dos pubs del pueblo cada viernes por la noche. Dicen las malas lenguas que el pobre no encontraba ni las llaves para abrir la puerta de su casa y se la abría Fiona, su santa y devota esposa, a golpe de palo de escoba e insultos en gaélico.
El matrimonio Doyle no tuvo descendencia, así que Fiona se quedó con la paga, la casa, los ahorros, pocos, un Ford Focus gris metalizado, y una barcaza seminueva. Lo suficiente como para vivir sin lujos pero sin que le faltase de nada a la buena señora. Fiona tenía la costumbre de levantarse como las gallinas, muy temprano, a eso de las 5.45 de la mañana, hora en la que sus intestinos ya habían procesado el porridge (gachas de avena) que desayunaba sobre las 6.15 del día anterior. Después de evacuar y prepararse las gachas, asomaba el morro por una de las dos ventanas de la cocina, la que daba al patio trasero y al jardín de sus vecinos Brian y Nora Murray. Brian era el propietario de la gasolinera local y su turno terminaba a las 8.00 de la mañana. Él hacía las noches, su hijo Brian junior, los días. Pues bien, Fiona, mientras degustaba su desayuno, apuntaba en un cuaderno de tapas moradas y con un lápiz de los muchos que guardaba de la campaña electoral del ex presidente Brian Cowen, los días en los que, exactamente a las 6.30 ó 6.45 de la mañana, por la ventana trasera de los Murray, salía azorado y mirando a todas partes, el joven Colin, hijo de los Lynch, propietarios de un colmado en el que te vendían tanto una gallina como unas “Pringles” o una pala para enterrar un cadáver.
Colin estudiaba en Dublín. Sus padres querían que saliera del pueblo y conociera mundo, pero el mundo que a él le interesaba a los 21 años era el mapa del cuerpo de la señora Murray, una morena lechosa de ojos claros por la que muchos hombres de la zona hubieran renunciado a las pintas de cerveza de los viernes, esas que se tomaban en el pub hasta caerse de culo.
Fiona se aburría, pero en su cuaderno morado apuntaba cada día en el que su vecina Nora despedía a otro joven que escapaba por la ventana antes de que su marido llegase finalizado su turno en la gasolinera. ¿Acaso creíais que el pobre Colin era el único? No. Casi todo el pueblo sabía de los devaneos de la mujer de Brian; casi todo el pueblo, menos el pobre señor Murray. Quizá fuera por respeto hacia un hombre bueno, o porque no querían que se acabase la suerte de poder disfrutar de aquella ninfómana mujer con apariencia de niña desvalida y huérfana de cariño. ¿Quién sabe?
La mirada de Fiona cuando descubría un nuevo amante de su vecina era la que pone un niño al que le dan todo lo que pide ese día, sin rechistar, de una felicidad maliciosa absoluta. Por eso lo apuntaba, para que no se perdiera detalle de cada puesta de cuernos. Describía la indumentaria del “invitado” hasta en el último detalle. No había fotos, la pobre Fiona no tenía cámara y eso de los móviles no se le daba muy bien. Tenía varias fotos en su dispositivo, pero como padecía de párkinson, le salían todas movidas. Con lo cual, podía ser Colin, o Paul Newman el que saliera por la ventana de Nora. Así que apuntaba cada pequeño detalle por si algún día le pudiera ser de utilidad, que era muy cuca ella y un poco hija de puta.
Pasados unos días, cuando Fiona iba, como cada mañana, al baño a las 5.45, se sentó en el inodoro beige rosado años ochenta, cogió una foto de la reina Isabel II (siempre lo hacía a la hora de defecar) y le dio un infarto. Murió en el trono. De reina a reina. Me pregunto qué diría la policía al encontrar su cuaderno morado días después, cuando se la echó en falta por el pueblo y llamaron a las autoridades y al alcalde. Creo que el alcalde salía en una de las fotos movidas, aunque sabiendo de la pulcritud y certeza en los detalles descriptivos de la finada, el señor alcalde aparecería también, como la mitad de los varones del pueblo, en el cuaderno morado. Fin. O no…
Nélida L. del Estal Sastre
Nélida L. del Estal Sastre
En el pequeño pueblo irlandés de Howth, a menos de media hora de Dublín, vivía la señora Fiona Doyle, viuda de Connor Doyle, buen pescador y mejor persona conocido por todos por las cogorzas que se pillaba en uno de los dos pubs del pueblo cada viernes por la noche. Dicen las malas lenguas que el pobre no encontraba ni las llaves para abrir la puerta de su casa y se la abría Fiona, su santa y devota esposa, a golpe de palo de escoba e insultos en gaélico.
El matrimonio Doyle no tuvo descendencia, así que Fiona se quedó con la paga, la casa, los ahorros, pocos, un Ford Focus gris metalizado, y una barcaza seminueva. Lo suficiente como para vivir sin lujos pero sin que le faltase de nada a la buena señora. Fiona tenía la costumbre de levantarse como las gallinas, muy temprano, a eso de las 5.45 de la mañana, hora en la que sus intestinos ya habían procesado el porridge (gachas de avena) que desayunaba sobre las 6.15 del día anterior. Después de evacuar y prepararse las gachas, asomaba el morro por una de las dos ventanas de la cocina, la que daba al patio trasero y al jardín de sus vecinos Brian y Nora Murray. Brian era el propietario de la gasolinera local y su turno terminaba a las 8.00 de la mañana. Él hacía las noches, su hijo Brian junior, los días. Pues bien, Fiona, mientras degustaba su desayuno, apuntaba en un cuaderno de tapas moradas y con un lápiz de los muchos que guardaba de la campaña electoral del ex presidente Brian Cowen, los días en los que, exactamente a las 6.30 ó 6.45 de la mañana, por la ventana trasera de los Murray, salía azorado y mirando a todas partes, el joven Colin, hijo de los Lynch, propietarios de un colmado en el que te vendían tanto una gallina como unas “Pringles” o una pala para enterrar un cadáver.
Colin estudiaba en Dublín. Sus padres querían que saliera del pueblo y conociera mundo, pero el mundo que a él le interesaba a los 21 años era el mapa del cuerpo de la señora Murray, una morena lechosa de ojos claros por la que muchos hombres de la zona hubieran renunciado a las pintas de cerveza de los viernes, esas que se tomaban en el pub hasta caerse de culo.
Fiona se aburría, pero en su cuaderno morado apuntaba cada día en el que su vecina Nora despedía a otro joven que escapaba por la ventana antes de que su marido llegase finalizado su turno en la gasolinera. ¿Acaso creíais que el pobre Colin era el único? No. Casi todo el pueblo sabía de los devaneos de la mujer de Brian; casi todo el pueblo, menos el pobre señor Murray. Quizá fuera por respeto hacia un hombre bueno, o porque no querían que se acabase la suerte de poder disfrutar de aquella ninfómana mujer con apariencia de niña desvalida y huérfana de cariño. ¿Quién sabe?
La mirada de Fiona cuando descubría un nuevo amante de su vecina era la que pone un niño al que le dan todo lo que pide ese día, sin rechistar, de una felicidad maliciosa absoluta. Por eso lo apuntaba, para que no se perdiera detalle de cada puesta de cuernos. Describía la indumentaria del “invitado” hasta en el último detalle. No había fotos, la pobre Fiona no tenía cámara y eso de los móviles no se le daba muy bien. Tenía varias fotos en su dispositivo, pero como padecía de párkinson, le salían todas movidas. Con lo cual, podía ser Colin, o Paul Newman el que saliera por la ventana de Nora. Así que apuntaba cada pequeño detalle por si algún día le pudiera ser de utilidad, que era muy cuca ella y un poco hija de puta.
Pasados unos días, cuando Fiona iba, como cada mañana, al baño a las 5.45, se sentó en el inodoro beige rosado años ochenta, cogió una foto de la reina Isabel II (siempre lo hacía a la hora de defecar) y le dio un infarto. Murió en el trono. De reina a reina. Me pregunto qué diría la policía al encontrar su cuaderno morado días después, cuando se la echó en falta por el pueblo y llamaron a las autoridades y al alcalde. Creo que el alcalde salía en una de las fotos movidas, aunque sabiendo de la pulcritud y certeza en los detalles descriptivos de la finada, el señor alcalde aparecería también, como la mitad de los varones del pueblo, en el cuaderno morado. Fin. O no…
Nélida L. del Estal Sastre
























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