PASIÓN POR ZAMORA
¡Qué bien le sientan las nubes al anciano Duero y a su amante Zamora!
Las nubes son las canas que dios va perdiendo de tanto peinarse a la luz del sol. No tiene espejo en el cielo y desciende hasta las aguas del Duero para mirarse en ellas, pero se ve turbio, con el cabello alborotado y sin cejas, ni pestañas, ni coloretes en las mejillas. Dios se intuye cuando el Duero juega con la primavera. Después, cuando se va, nos deja sobre nuestra ciudad sus cúmulos, que desafían al sol, al que no le dejan beber el agua del río Duradero. El sol siempre está muerto de sed. No sabe más que evaporar el agua para convertirla en nube.
Y, cuando es invierno, a Sumo Hacedor le gusta acercarse más a la tierra, como si hiciera mucho más frío ahí, arriba, donde viven las estrellas, unas señoras que se aburren mucho, que suelen irse de picos pardos por todas las noches, más en verano, para criticar a las galaxias. Cotillas del firmamento, que titilan –critican- con las estrellas de otras constelaciones, la vida de los planetas, siempre fieles al sol, y de los meteoritos, unos ácratas rijosos que siempre andan buscando vaciar casas ajenas.
Cuando paseo en tardes con cielos pintados de nubes grises y negras, una voz interior me susurra: ¡Qué bien le sientas las nubes al viejo Duero y a su amante, la ancianita coqueta que es Zamora!
Si fuera regidor de esta ciudad en quiebra moral y económica, le pediría a las borrascas que fabricaran nubes con todos los colores del arco iris para embellecer Zamora. Pero solo soy un periodista decadente que sueña sueños imposibles, de esos que no engendran frustración si no se convierten en realidad.
Eugenio-Jesús de Ávila
Las nubes son las canas que dios va perdiendo de tanto peinarse a la luz del sol. No tiene espejo en el cielo y desciende hasta las aguas del Duero para mirarse en ellas, pero se ve turbio, con el cabello alborotado y sin cejas, ni pestañas, ni coloretes en las mejillas. Dios se intuye cuando el Duero juega con la primavera. Después, cuando se va, nos deja sobre nuestra ciudad sus cúmulos, que desafían al sol, al que no le dejan beber el agua del río Duradero. El sol siempre está muerto de sed. No sabe más que evaporar el agua para convertirla en nube.
Y, cuando es invierno, a Sumo Hacedor le gusta acercarse más a la tierra, como si hiciera mucho más frío ahí, arriba, donde viven las estrellas, unas señoras que se aburren mucho, que suelen irse de picos pardos por todas las noches, más en verano, para criticar a las galaxias. Cotillas del firmamento, que titilan –critican- con las estrellas de otras constelaciones, la vida de los planetas, siempre fieles al sol, y de los meteoritos, unos ácratas rijosos que siempre andan buscando vaciar casas ajenas.
Cuando paseo en tardes con cielos pintados de nubes grises y negras, una voz interior me susurra: ¡Qué bien le sientas las nubes al viejo Duero y a su amante, la ancianita coqueta que es Zamora!
Si fuera regidor de esta ciudad en quiebra moral y económica, le pediría a las borrascas que fabricaran nubes con todos los colores del arco iris para embellecer Zamora. Pero solo soy un periodista decadente que sueña sueños imposibles, de esos que no engendran frustración si no se convierten en realidad.
Eugenio-Jesús de Ávila





























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