Mi ventana

El alféizar de mi ventana favorita tiene un pequeño balconcillo color amatista que lo circunda; una suerte de jaula verdosa que acoge tres pequeñas macetas rectangulares, a modo de jardineras, con flores diversas, sencillas, pero muy vistosas, sobre todo ahora, que el tiempo se mece entre el calorcillo primaveral y el otoño tardío… 
Es todo tan extraño, que hasta el tiempo se torna a veces sordo, ciego y tartamudo. ¡Qué sé yo! Poca cosa de utilidad para estos casos y prácticamente para ninguno. 
Desde mi ventana favorita de la casa, la de la habitación en la que escribo, veo el río Duero, ese frío guerrero transparente y gélido que ha visto batallas épicas, ha dado de beber a caballos y reses y ha sido elegido el lugar donde algunas doncellas se han bañado desnudas, para regocijo de los mirones de la otra orilla. Mirones, porque haberlos, haylos, como las meigas… 

Cuando expongo mi rostro hacia el sol de la mañana, o al de la media tarde, desde esa ventana, parece que se me llenase de miel y de fruta la carne; que el astro rey me alimentase el alma que dormita bajo los rastrojos que se ven de mi arquitectura imperceptiblemente defectuosa. Me da la vida, un aire que me quita la vida de noche. Qué cruel contrasentido, qué obviedad más estudiada y más utilizada por poetas y dramaturgos, por pintores y escultores, por amantes y desalmados.  

Vivo de día, pero me aterra la gente. Muero de noche, pero sueño con gente y soñar, soñar me da la vida hasta el amanecer siguiente.