CON LOS CINCO SENTIDOS
Caos
Estoy tumbada en la cama. Son las cuatro de la madrugada y no consigo que me venza el sueño. Doy vueltas, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha; boca arriba, boca abajo; me siento, recostada en el cabecero de madera de pino torneada. Nada. Miro el tapiz de la India que alguien me regaló cuando volvió de viaje; el elefante dorado está del revés. Ah, no, es mi cabeza la que está mirando al techo. Mi mente no me deja en paz. Escucho la voz de mi memoria en las cuerdas vocales de una niña; es un poco repelente, la verdad. A la vez, me viene el aroma del salitre del mar donde me crié y me da sed. Intento dormirme de nuevo. No hay manera. Se me incrusta en la cabeza un fragmento de “Madama Butterfly” de Puccini, en la voz de la soprano Kiri Te Kanawa. Estoy perdida en mi T.O.C. La canto mentalmente con ella en el escenario del Covent Garden. Estoy dentro de su cerebro y miro al público a través de sus ojos, pero yo no soy ella. Me aplauden durante varios minutos y no me queda más remedio que entrar en las bambalinas y salir al proscenio, tres o cuatro veces, para verter mi corazón en las personas que me admiran hasta el paroxismo, agradeciendo sus aplausos y ese fervor apabullante.
Son las cinco de la mañana. Me levanto a beber agua y voy al baño. Me miro al espejo antes de apagar la luz. Evidentemente, esa persona ojerosa y paliducha que veo no es Kiri Te Kanawa. Tengo que apuntar lo que he soñado en un cuaderno que hay sobre mi mesa de estudio, por si al día siguiente tengo ganas de escribir algo sobre ello, sin que parezca que se me ha ido definitivamente la cabeza. Como no llevo mis lentillas, no veo bien; mi letra se debe de parecer bastante a la de un médico que ha extendido decenas de miles de recetas. Sonrío y me vuelvo a la cama. Hoy quizá pueda descansar tres o cuatro horas, mientras el caos se sigue apoderando de mis neuronas y me consume la poca cordura que me queda.
Nélida L. del Estal Sastre
Estoy tumbada en la cama. Son las cuatro de la madrugada y no consigo que me venza el sueño. Doy vueltas, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha; boca arriba, boca abajo; me siento, recostada en el cabecero de madera de pino torneada. Nada. Miro el tapiz de la India que alguien me regaló cuando volvió de viaje; el elefante dorado está del revés. Ah, no, es mi cabeza la que está mirando al techo. Mi mente no me deja en paz. Escucho la voz de mi memoria en las cuerdas vocales de una niña; es un poco repelente, la verdad. A la vez, me viene el aroma del salitre del mar donde me crié y me da sed. Intento dormirme de nuevo. No hay manera. Se me incrusta en la cabeza un fragmento de “Madama Butterfly” de Puccini, en la voz de la soprano Kiri Te Kanawa. Estoy perdida en mi T.O.C. La canto mentalmente con ella en el escenario del Covent Garden. Estoy dentro de su cerebro y miro al público a través de sus ojos, pero yo no soy ella. Me aplauden durante varios minutos y no me queda más remedio que entrar en las bambalinas y salir al proscenio, tres o cuatro veces, para verter mi corazón en las personas que me admiran hasta el paroxismo, agradeciendo sus aplausos y ese fervor apabullante.
Son las cinco de la mañana. Me levanto a beber agua y voy al baño. Me miro al espejo antes de apagar la luz. Evidentemente, esa persona ojerosa y paliducha que veo no es Kiri Te Kanawa. Tengo que apuntar lo que he soñado en un cuaderno que hay sobre mi mesa de estudio, por si al día siguiente tengo ganas de escribir algo sobre ello, sin que parezca que se me ha ido definitivamente la cabeza. Como no llevo mis lentillas, no veo bien; mi letra se debe de parecer bastante a la de un médico que ha extendido decenas de miles de recetas. Sonrío y me vuelvo a la cama. Hoy quizá pueda descansar tres o cuatro horas, mientras el caos se sigue apoderando de mis neuronas y me consume la poca cordura que me queda.
Nélida L. del Estal Sastre
























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