Daria y el viento

Venimos al mundo desnudos, sucios y lloriqueando. Según vamos creciendo, nos van limpiando y cambiando los ropajes del alma; nos dejamos hacer. 

Llega un momento en el que nuestra figura queda diluida y escondida entre capas y capas de dimes, de diretes, de prejuicios, de maldades, de bondades disfrazadas. Se nos quiere, se nos maltrata, se nos perjudica y se nos atosiga hasta el vómito. Se espera lo mejor de nosotros porque se cree que, lo que nos dan, lo merece todo. Se nos borra la galaxia neuronal propia para dibujar, ad hoc, un enjambre de planetas que no sirven para nada. Nos etiquetan y nos roban la identidad, si es que a esa identidad le da por tener un eco diferente a la “normalidad”. Se nos quiere uniformes, destetados de toda ideología extravagante. 

Entretanto, Daria se acerca al bosque, se sienta en el suelo, reposando su espalda de niña en el tronco rugoso y amorfo de un árbol. Coge su Ipod y busca una canción de Melody Gardot. Mientras la escucha, saca su cuaderno de música y compone una canción sobre la naturaleza y el verdor, sobre el viento y la lluvia, sobre las llamas que convierten el cielo en infierno. Pone la letra y las notas. 

Hace un calor sofocante y Daria suda; de repente, dos gotas de su frente caen en la página en la que trabaja y divaga, emborronándolo todo. Se ha levantado un viento ligero, pero cálido, que sedimenta el sopor. Huele a humo. Las gotas eran el sudor de sus ojos. Acaba de crear vida en clave de sol.