EL BECARIO TARDIO
Ponga un libro en su vida
Esteban Pedrosa
Recientemente, visité la casa de unos amigos a la que se acababan de mudar. “Vente, Esteban, y nos dices qué te parece cómo la hemos decorado”. Muebles de los que podemos llamar en serie o estabulados en una moda imperante que apenas nos deja mirar más allá, abanderados por la misma marca que, generalmente, al leer estas líneas estará en la mente de todos. Eso fue lo que me encontré.
Pero más allá de lo que mis ojos veían, estaba lo que no y que comenzaba a crearme honda tristeza, fatiga en el corazón y una especie de síndrome de Stendhal a la inversa, si se me permite la comparación. Y es que, entre aquellos tiralíneas amaderados, no había ni un libro.
Recuerdo que Luis González, quien regentara durante tantos años la mítica librería Semuret, me dijo en una ocasión que él había vendido libros por metros; es decir, tantos centímetros como tuviera la librería de turno y ojo con el color de los tomos, que tenían que coincidir con el color de la libraría o de las cortinas o vaya usted a saber…
¿No tener un libro en casa o tenerlo como mero objeto decorativo? Definitivamente, ello no debe de ser un dilema en la historia de la humanidad y de donde no hay, no se puede coger. Al dueño de la casa, desvelado, se le ocurre coger uno de aquellos libros de lomo rojo corinto que su mujer compró con acierto. Tras abrirlo, se despierta tres horas después en la misma postura y con el libro en sus rodillas. Recuerda, mientras se acuesta en su cama, el sueño tan raro que ha tenido, en el que un ejército derrotado llega a su país y ya no recuerda más. La siguiente noche se repite su falta de sueño y va descubriendo, en sucesivos días, que la lectura le sirve para dormir y los sueños que, con tanta pasión recuerda en los días siguientes, no son sino la lectura del libro que ya empieza a leer con pasión, muy pendiente de las cuitas de “Bola de sebo”.
Recientemente, visité la casa de unos amigos a la que se acababan de mudar. “Vente, Esteban, y nos dices qué te parece cómo la hemos decorado”. Muebles de los que podemos llamar en serie o estabulados en una moda imperante que apenas nos deja mirar más allá, abanderados por la misma marca que, generalmente, al leer estas líneas estará en la mente de todos. Eso fue lo que me encontré.
Pero más allá de lo que mis ojos veían, estaba lo que no y que comenzaba a crearme honda tristeza, fatiga en el corazón y una especie de síndrome de Stendhal a la inversa, si se me permite la comparación. Y es que, entre aquellos tiralíneas amaderados, no había ni un libro.
Recuerdo que Luis González, quien regentara durante tantos años la mítica librería Semuret, me dijo en una ocasión que él había vendido libros por metros; es decir, tantos centímetros como tuviera la librería de turno y ojo con el color de los tomos, que tenían que coincidir con el color de la libraría o de las cortinas o vaya usted a saber…
¿No tener un libro en casa o tenerlo como mero objeto decorativo? Definitivamente, ello no debe de ser un dilema en la historia de la humanidad y de donde no hay, no se puede coger. Al dueño de la casa, desvelado, se le ocurre coger uno de aquellos libros de lomo rojo corinto que su mujer compró con acierto. Tras abrirlo, se despierta tres horas después en la misma postura y con el libro en sus rodillas. Recuerda, mientras se acuesta en su cama, el sueño tan raro que ha tenido, en el que un ejército derrotado llega a su país y ya no recuerda más. La siguiente noche se repite su falta de sueño y va descubriendo, en sucesivos días, que la lectura le sirve para dormir y los sueños que, con tanta pasión recuerda en los días siguientes, no son sino la lectura del libro que ya empieza a leer con pasión, muy pendiente de las cuitas de “Bola de sebo”.





















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