RECUERDOS
Jacinto Raigada: de San Claudio de Olivares al Cielo católico
El río duradero del poeta, el Duero de los zamoranos, detuvo su curso para asistir al funeral por el empresario Jacinto Raigada Ramos, que falleció el sábado, 9 de julio, atropellado por una moto en la N-631, término municipal de Perilla de Castro. Una misa, casi silente, en San Claudio de Olivares, sede de la Hermandad de Penitencia, de la que su padre fue presidente y alma máter, y él hermano durante décadas, sirvió para despedirle, para derramar las últimas lágrimas por su partida hacia otra dimensión, donde le esperaban ya sus padres y hermanos. Los católicos, los que creen en que hay una vida después de la muerte, deberían, si su fe es auténtica, si reside en su alma, alegrarse por la partida de un creyente, de una persona que recibe a las parcas casi como una bendición. Tras las lágrimas que venga el gozo de la fe.
Todos los que son algo en la Semana Santa de Zamora acudieron a San Claudio, cabizbajos, meditabundos, con una pena de esas que cargan las pestañas, recordando a su amigo y compañero; se contaron anécdotas, momentos especiales de los desfiles procesionales y miraron de reojo al Cristo del Amparo, como exigiéndole que Jacinto, nombre de flor, tenga un trato preferente en su paraíso eterno. Y no hubiera necesitado tantas recomendaciones. Yo, ateo racional, que cree en la Justicia, sé que la bondad siempre recoge su premio entre los que hicieron el bien por imperativo categórico, porque nunca comprendieron ni conocieron el mal.
Los que quisieron, respetaron y amaron a Jacinto Raigada Ramos deberían sonreír hoy entre los labios de la tristeza porque su amigo, su hermano, su compañero habita en un espacio sin tiempo, donde solo el amor marca la vida.
Eugenio-Jesús de Ávila
El río duradero del poeta, el Duero de los zamoranos, detuvo su curso para asistir al funeral por el empresario Jacinto Raigada Ramos, que falleció el sábado, 9 de julio, atropellado por una moto en la N-631, término municipal de Perilla de Castro. Una misa, casi silente, en San Claudio de Olivares, sede de la Hermandad de Penitencia, de la que su padre fue presidente y alma máter, y él hermano durante décadas, sirvió para despedirle, para derramar las últimas lágrimas por su partida hacia otra dimensión, donde le esperaban ya sus padres y hermanos. Los católicos, los que creen en que hay una vida después de la muerte, deberían, si su fe es auténtica, si reside en su alma, alegrarse por la partida de un creyente, de una persona que recibe a las parcas casi como una bendición. Tras las lágrimas que venga el gozo de la fe.
Todos los que son algo en la Semana Santa de Zamora acudieron a San Claudio, cabizbajos, meditabundos, con una pena de esas que cargan las pestañas, recordando a su amigo y compañero; se contaron anécdotas, momentos especiales de los desfiles procesionales y miraron de reojo al Cristo del Amparo, como exigiéndole que Jacinto, nombre de flor, tenga un trato preferente en su paraíso eterno. Y no hubiera necesitado tantas recomendaciones. Yo, ateo racional, que cree en la Justicia, sé que la bondad siempre recoge su premio entre los que hicieron el bien por imperativo categórico, porque nunca comprendieron ni conocieron el mal.
Los que quisieron, respetaron y amaron a Jacinto Raigada Ramos deberían sonreír hoy entre los labios de la tristeza porque su amigo, su hermano, su compañero habita en un espacio sin tiempo, donde solo el amor marca la vida.
Eugenio-Jesús de Ávila





















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