COSAS MÍAS
Los zamoranos hemos sido siempre muy obedientes
A veces me secuestra la soledad cuando escribo artículos políticos y sociales. Se trata de la peor de las soledades. No la eliges. Te abruma, porque nadie comparte lo que cuentas, tus reflexiones, tus análisis, tus propuestas para transformar la ciudad. Hay tardes, cuando el sol se cansa de asomarse por el balcón del día, en las que siento esa profunda pena de pensar sin recoger talento, de sembrar en la tierra sagrada del intelecto común de los zamoranos sin esperar fruto alguno, quizá vano.
Escribir me empieza a cansar. Escribir llenó mi vida. Amé con palabras. Gocé con la sintaxis. Jugué con los verbos. Busqué metáforas imposibles en un mundo quebrado, tropos en un alma seca. Tonterías entre las bobadas. Política entre los políticastros. Ensoñaciones entre los zamoranos.
No me quedan muchas oraciones que soltar, a las que extraer de mi cerebro para que jueguen entre mis artículos. No me divierto. Mi único lema consistió en buscar la belleza hasta en una gota de lluvia resbalando por el haz de una hoja en otoño. Me asomo a mi balcón y contemplar, cuando llueve, que hay todavía restos de agua divina de la que beben los pajarillos. Me alivia este cansancio de vivir. Me aburre hasta el dolor físico esta inercia de dormir y despertar, de días y noches turnándose a lo largo de los 365 días del año y siempre igual, sin instrumentar una verónica al destino, sin que el sol salga por occidente. Más luz y menos sombra. Más amor en la oscuridad. Más Zamora sin mí, más ciudad en el tiempo, en el progreso.
Allá, en un caserío vizcaíno, mientras le dedicaba algunas palabras a un hermoso caballo y acariciaba a unas hembras de mastín, y cantaba el gallo a la postura del sol, pensaba en Zamora. Tanto profundicé en mi tierra que llegué a creerme que no existía, que la había soñado, como soñé, cuando Romeo de Ávila en una mujer que no era, y después, en el umbral de la vejez, en ese viaducto de suspiros que conduce a la nada, hallé.
Árboles de aquí y de allá, robles y cedros de Japón, abetos y eucaliptus; trinos de multitud de aves, nubes que pasaban a la carrera, como si llegaran tarde a trabajar a la oficina de las borrascas; gente que saludaba simpática, personas que preguntaban, que sentían, que mostraban su dicha en la mirada antes que en la sonrisa. Era Vizcaya. Yo quería esa estética y ética para mi Zamora. Se movía el dinero. Había vida. Se gasta para gozar. Se vive para ser feliz.
En nuestra tierra nos hemos olvidado de vivir…duramos. Nos da miedo jugar a la comba de la vida. Correr detrás de un rayo de luna en una noche oscura. Pintar un corazón en la corteza del alma. En nuestra tierra nos da miedo el otro, el prójimo cuando es político. Sucedió con los falangistas, y después con estos y aquellos, que no saben ni lo que son. En Zamora también nos da pena el otro, esa especie de lástima que sabe a oración fúnebre.
Allí, de donde vengo, las personas se miran a los ojos, piden ayuda sin complejos, hoy se la das y mañana la recibes. Hay amistad a cambio de nada. Y si un día hay un todo, lo recoges y te vas hasta que te toque repartir lo que no tienes.
Aquí, en Zamora, solo se une la gente contra aquel que destaca por sus talentos. El mediocre nunca preocupa a esta sociedad de la apatía. Se quiere la igualdad del vulgar. Si no existe peligro, la masa anda desunida, a su aire, sin vínculo, como en tránsito entre una vida que no es y una muerte que aguarda.
El poder lo sabe. Conoce el alma zamorana, acostumbrada a no rechistar, a comulgar en el ara de los caciques. Los políticos besan al aire cuando se acercan las mejillas de las bellas, y perpetran caricias sobre las caritas infantiles cuando el aire y el papel tinta huelen a urna y cargo público. El zamorano sale del redil y vota. Viene a ser lo de siempre. Más ahora, en este 10 de noviembre, cuando los muertos se perfumen de rosas y claveles para darse una vuelta por el más allá, que aquí está más acá. En esta tierra se muere más despacio, como se vivió. No hay ganas de irse, pero tampoco se pone mucha intención en evitarlo. El estado de la Sanidad Pública inyecta mucha salud. Nadie quiere ponerse enfermo por si acaso. Los profesionales, excepcionales; los políticos, a lo suyo; pero los ricos también mueren.
A la conclusión, me han dado ganas de arrojar tantas palabras –unas 800- a la zahúrda de la literatura. Los verbos, sobre todo los subjuntivos, están cansados de que los conjugue. Zamora nunca dejó de ser una oración subordinada al poder. Y su prensa, por mimetismo, también.
El zamorano nació para obedecer. Desde el pañal a la mortaja jamás se preguntará por qué tiene que aguantar a este tío, por qué votar a ese político, si es un jeta y nunca cumple lo que promete; por qué creer a los predicadores de la nada, a cambio de qué; por qué perder la vida por una ideología que demostró su fracaso, empírico…
Los pastores políticos apenas encontraron problemas para conducir a los zamoranos al redil, ayudados por los canes de las mentiras.
Eugenio-Jesús de Ávila
A veces me secuestra la soledad cuando escribo artículos políticos y sociales. Se trata de la peor de las soledades. No la eliges. Te abruma, porque nadie comparte lo que cuentas, tus reflexiones, tus análisis, tus propuestas para transformar la ciudad. Hay tardes, cuando el sol se cansa de asomarse por el balcón del día, en las que siento esa profunda pena de pensar sin recoger talento, de sembrar en la tierra sagrada del intelecto común de los zamoranos sin esperar fruto alguno, quizá vano.
Escribir me empieza a cansar. Escribir llenó mi vida. Amé con palabras. Gocé con la sintaxis. Jugué con los verbos. Busqué metáforas imposibles en un mundo quebrado, tropos en un alma seca. Tonterías entre las bobadas. Política entre los políticastros. Ensoñaciones entre los zamoranos.
No me quedan muchas oraciones que soltar, a las que extraer de mi cerebro para que jueguen entre mis artículos. No me divierto. Mi único lema consistió en buscar la belleza hasta en una gota de lluvia resbalando por el haz de una hoja en otoño. Me asomo a mi balcón y contemplar, cuando llueve, que hay todavía restos de agua divina de la que beben los pajarillos. Me alivia este cansancio de vivir. Me aburre hasta el dolor físico esta inercia de dormir y despertar, de días y noches turnándose a lo largo de los 365 días del año y siempre igual, sin instrumentar una verónica al destino, sin que el sol salga por occidente. Más luz y menos sombra. Más amor en la oscuridad. Más Zamora sin mí, más ciudad en el tiempo, en el progreso.
Allá, en un caserío vizcaíno, mientras le dedicaba algunas palabras a un hermoso caballo y acariciaba a unas hembras de mastín, y cantaba el gallo a la postura del sol, pensaba en Zamora. Tanto profundicé en mi tierra que llegué a creerme que no existía, que la había soñado, como soñé, cuando Romeo de Ávila en una mujer que no era, y después, en el umbral de la vejez, en ese viaducto de suspiros que conduce a la nada, hallé.
Árboles de aquí y de allá, robles y cedros de Japón, abetos y eucaliptus; trinos de multitud de aves, nubes que pasaban a la carrera, como si llegaran tarde a trabajar a la oficina de las borrascas; gente que saludaba simpática, personas que preguntaban, que sentían, que mostraban su dicha en la mirada antes que en la sonrisa. Era Vizcaya. Yo quería esa estética y ética para mi Zamora. Se movía el dinero. Había vida. Se gasta para gozar. Se vive para ser feliz.
En nuestra tierra nos hemos olvidado de vivir…duramos. Nos da miedo jugar a la comba de la vida. Correr detrás de un rayo de luna en una noche oscura. Pintar un corazón en la corteza del alma. En nuestra tierra nos da miedo el otro, el prójimo cuando es político. Sucedió con los falangistas, y después con estos y aquellos, que no saben ni lo que son. En Zamora también nos da pena el otro, esa especie de lástima que sabe a oración fúnebre.
Allí, de donde vengo, las personas se miran a los ojos, piden ayuda sin complejos, hoy se la das y mañana la recibes. Hay amistad a cambio de nada. Y si un día hay un todo, lo recoges y te vas hasta que te toque repartir lo que no tienes.
Aquí, en Zamora, solo se une la gente contra aquel que destaca por sus talentos. El mediocre nunca preocupa a esta sociedad de la apatía. Se quiere la igualdad del vulgar. Si no existe peligro, la masa anda desunida, a su aire, sin vínculo, como en tránsito entre una vida que no es y una muerte que aguarda.
El poder lo sabe. Conoce el alma zamorana, acostumbrada a no rechistar, a comulgar en el ara de los caciques. Los políticos besan al aire cuando se acercan las mejillas de las bellas, y perpetran caricias sobre las caritas infantiles cuando el aire y el papel tinta huelen a urna y cargo público. El zamorano sale del redil y vota. Viene a ser lo de siempre. Más ahora, en este 10 de noviembre, cuando los muertos se perfumen de rosas y claveles para darse una vuelta por el más allá, que aquí está más acá. En esta tierra se muere más despacio, como se vivió. No hay ganas de irse, pero tampoco se pone mucha intención en evitarlo. El estado de la Sanidad Pública inyecta mucha salud. Nadie quiere ponerse enfermo por si acaso. Los profesionales, excepcionales; los políticos, a lo suyo; pero los ricos también mueren.
A la conclusión, me han dado ganas de arrojar tantas palabras –unas 800- a la zahúrda de la literatura. Los verbos, sobre todo los subjuntivos, están cansados de que los conjugue. Zamora nunca dejó de ser una oración subordinada al poder. Y su prensa, por mimetismo, también.
El zamorano nació para obedecer. Desde el pañal a la mortaja jamás se preguntará por qué tiene que aguantar a este tío, por qué votar a ese político, si es un jeta y nunca cumple lo que promete; por qué creer a los predicadores de la nada, a cambio de qué; por qué perder la vida por una ideología que demostró su fracaso, empírico…
Los pastores políticos apenas encontraron problemas para conducir a los zamoranos al redil, ayudados por los canes de las mentiras.
Eugenio-Jesús de Ávila
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