Redacción
Miércoles, 09 de Noviembre de 2022
HABLEMOS

La Ley es el tercer poder

Carlos Domínguez

[Img #71656]   Un discurso político degradado ha acabado imponiendo un falso concepto de poder judicial, mal llamado tercero del Estado, con el fin de encubrir su manipulación. Por lo institucional y dentro del normal discurrir de una democracia parlamentaria, no existe la judicatura con naturaleza de poder, porque carecería de auténtica iniciativa, a diferencia del ejecutivo y el legislativo. Privación resultante de la absoluta prevalencia de la Ley con su imperio, única voluntad especialmente para la Justicia, viniendo a definir su papel igual que a marcar sus límites. Atribuir a jueces y magistrados una potestad decisoria a título de poder conlleva un exceso en perjuicio de los otros dos que sí disfrutan de esa prerrogativa, aunque también perjuicio para la Ley misma, reducida a una suerte de arbitrismo supralegal adulterando el Estado de derecho.

 

   De ningún modo jueces y magistrados se convertirán por la puerta de atrás en poder idéntico en alcance al ejecutivo y particularmente el legislativo, algo que supondría desvirtuar la voluntad de los ciudadanos, al tiempo que llevaría por la fuerza de las cosas a una dependencia gubernamental, según ocurre de hecho. El judicial nunca será poder como tal, a falta de una autonomía que tiene vedada en lo político, debido a la observancia escrupulosa de la Ley a que se halla obligado, al constituir su garantía última. De ahí la necesidad de respetar la división de poderes, a entender separación en el sentido de independencia rigurosa. Contando con ella no es posible que la judicatura se erija en instancia capaz de dirimir cuestiones políticas, sin que tenga cabida la potestad exclusiva de los jueces abocada a una dictadura de los tribunales, justificada abusivamente en virtud de su independencia. Pero  tampoco la tiene que, para evitarlo, el ejecutivo y el legislativo interfieran en la composición de la Justicia y sus órganos, anteponiendo intereses partidarios a la voluntad no ya de los jueces sino de la propia Ley, que a través del principio representativo expresa la general de la ciudadanía.

 

   Nuestra Constitución, excesivamente ideologizada y con graves deficiencias técnicas más allá de un benéfico espíritu de concordia, consagró en su artículo 122 un verdadero despropósito, abriendo las puertas a la politización de la justicia, reconocida “poder judicial” en virtud del Título VI, al albur del reparto de cuotas dentro del CGPJ, e incurriendo en un doble vicio de origen. El “órgano de gobierno” de la Justicia, manifestación ésta del designio mayor de la Ley, debiera ser a efectos de su administración una Sala especializada del Tribunal Supremo, con miembros de carrera en el número oportuno en relación a competencias y tareas, nombrados bajo estrictos criterios de experiencia, mérito y capacidad, excluyendo cualquier composición externa e impuesta, desde la carencia del atributo público relativo al ejercicio directo y reglado de la función jurisdiccional. Aun en su inviabilidad dadas las arraigadas lacras del sistema, no sería mal camino para recuperar en su mejor acepción una justicia independiente.   

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