NOCTURNOS
Cópulas de versos
Ni creo en la política, ni en el amor, ni en Dios. Soy un tipo raro. Quise amar para olvidarme de que soy un ser mortal, finito, polvo en el tiempo. Se me apareció una señorita, tan hermosa como inteligente, mujer con carácter. Y no se hizo el milagro. Me trató como yo a los hombres que se dedican a eso de la res pública, a distancia, con desprecio.
Los misántropos nos odiamos a nosotros mismos, pero amamos mucho cuando nos deslumbre una persona mujer. Parece una paradoja. En absoluto. Yo no creo en el amor, como he escrito, pero, puesto a amar, nadie quiere como yo. Me odio tanto que me vuelco con la mujer que me mima, acaricia, lisonjea y me ofrece sus senos para que descanse mi cabeza de tanto pensar, de albergar semejante inteligencia.
En la encrucijada de la vejez, me la encontré. Tampoco era joven ya, pero guardaba su cuerpo la elegancia de una mujer con clase, y su rostro, de porcelana china, brillaba como si la luna llena durmiese en su cabello. No describo más excelencias de su carne, de la arquitectura de su osamenta, de su esqueleto de mariposa. Podría inferirse que todavía la quiero. No. Solo la deseo. Conmigo habría conocido el nirvana del hedonismo, cópulas de versos, jadeos de soprano y exhalado vaho de Dios.
Eugenio-Jesús de Ávila
Ni creo en la política, ni en el amor, ni en Dios. Soy un tipo raro. Quise amar para olvidarme de que soy un ser mortal, finito, polvo en el tiempo. Se me apareció una señorita, tan hermosa como inteligente, mujer con carácter. Y no se hizo el milagro. Me trató como yo a los hombres que se dedican a eso de la res pública, a distancia, con desprecio.
Los misántropos nos odiamos a nosotros mismos, pero amamos mucho cuando nos deslumbre una persona mujer. Parece una paradoja. En absoluto. Yo no creo en el amor, como he escrito, pero, puesto a amar, nadie quiere como yo. Me odio tanto que me vuelco con la mujer que me mima, acaricia, lisonjea y me ofrece sus senos para que descanse mi cabeza de tanto pensar, de albergar semejante inteligencia.
En la encrucijada de la vejez, me la encontré. Tampoco era joven ya, pero guardaba su cuerpo la elegancia de una mujer con clase, y su rostro, de porcelana china, brillaba como si la luna llena durmiese en su cabello. No describo más excelencias de su carne, de la arquitectura de su osamenta, de su esqueleto de mariposa. Podría inferirse que todavía la quiero. No. Solo la deseo. Conmigo habría conocido el nirvana del hedonismo, cópulas de versos, jadeos de soprano y exhalado vaho de Dios.
Eugenio-Jesús de Ávila




















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