Mª Soledad Martín Turiño
Domingo, 18 de Diciembre de 2022
ZAMORANA

Un chico de pueblo

[Img #73061]Desde siempre conocí su afición por el campo; ya cuando era niño le gustaba ir sentado en el remolque cuando su padre iba a trabajar a alguna de sus tierras; se colocaba sobre sacos de cereal que el padre llevaba hasta la era donde tenían una enorme nave que utilizaban como granero, y con apenas trece años aprendió a conducir el tractor, aunque solo le dejaban practicar a la salida del pueblo, en un descampado solitario.

 

 La tierra se le había metido en la sangre hasta el punto de que, con el transcurrir de los años y la fuga de sus amigos a la ciudad para buscar trabajo y futuro, él lo tuvo claro: se quedaría en el pueblo trabajando las fincas de su padre, que eran también el legado de su abuelo, continuando así una dinastía que se perpetuaba con él desde la tercera generación.

 

Roberto es hoy en día un hombre joven, delgado, con un sempiterno cigarro en los labios, la bondad reflejada en su rostro de campesino, algo ajado y renegrido por la dura climatología de estas tierras zamoranas. Vive con su padre y le atiende desde que enviudó hace ya algunos años y no para mucho en casa, porque la mayor parte del tiempo está en el campo, ya sea sembrando, regando, cosechando o atendiendo el pequeño viñedo del que extrae con orgullo el vino que consumen en casa.

 

Como buen castellano, habla poco, observa mucho y aprende de todo. No es proclive a manifestar sus sentimientos, diríase que los guarda para sí como si fueran su mejor tesoro; tampoco ha sucumbido a los encantos de la ciudad, pese a estar separado de ella por unos pocos kilómetros, pero en cuanto sale del pueblo, nota que se ahoga, que el cielo se le cae encima y vuelve tan rápido como puede a su villa natal, cada vez más envejecida, con menos habitantes, y sin ningún aliciente para los pocos jóvenes que, como él, han optado por quedarse.

 

Su mundo consiste en perderse cada día en las tierras; a veces, aunque no tenga tarea alguna que hacer, se sienta a la sombra de un árbol o de la vieja caseta que construyó antaño su padre y allí permanece durante horas mirando el cielo, la tierra, las laderas infinitas, el río; gozando de la tibieza del aire o del apacible silencio: ese es su mundo. Después se dirige a casa donde le espera el viejo para cenar y, una vez han terminado, cruza hasta el bar que está junto frente a su casa y allí se encuentra con los pocos amigos que quedan en un rato de charla que se alarga dependiendo del trabajo que tengan al día siguiente.

 

Roberto vive con parquedad; cuando viene su hermano de la capital para pasar unos días, aprovecha para conducir su flamante coche, pero no le atrae ser dueño de uno; ni las frivolidades que ofrece la metrópoli: cine, tiendas, ocio, restaurantes… y un diverso y nutrido abanico de distracciones; ni tampoco gusta de viajar a otros lugares por muy sugestivos que puedan parecer. Su mundo está completo y no necesita buscar nada fuera de él.

 

Debido a la avanzada edad de su padre, es Roberto quien atiende los pocos animales que tienen en el corral: unas gallinas que les surten de huevos, una buena camada de conejos, un par de gatos que andan sueltos y de los que nadie se ocupa y Morfeo, el viejo perro, que es casi uno más de la familia y campa a sus anchas tanto en el corral, como en el interior de la casa.

 

Pensando en el verano, con el calor de justicia que hace en esas tierras, se le ocurrió modificar por completo la morfología del corral, instalando una piscina hinchable que se puso de moda entonces en el pueblo, con césped artificial alrededor y grandes sombrillas; pero antes de ello necesitó fabricar cercados para que los distintos animales estuvieran cómodos y no estorbaran; así todos cabían en el mismo espacio. El resultado fue tan increíble que sus amigos iban a ver su obra y, de paso, a pasar la tarde y bañarse. El padre, que no podía ocultar su satisfacción con la labor que había hecho su hijo, se distraía sentado a la sombra y disfrutaba viéndolos chapotear en la piscina.

 

Roberto siempre fue una buena persona y de vez en cuando se ocupaba también de limpiar el solar donde había estado la casa de los abuelos; allí crecía la maleza sin control alguno y él con una pasada de tractor dejaba la tierra limpia y lisa hasta que la broza volvía a nacer en aquel pedazo de tierra yerma.

 

Cuando voy a visitarles, padre e hijo son un ejemplo de austeridad, pero siento que han encontrado lo que muchos buscamos incesantemente para llenar la vida. Les noto felices.

 

 

Mª Soledad Martín Turiño

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