NOCTURNOS
Desenamorarse
Me hallo en un estado sentimental que defino como desenamoramiento. No puedo, ni debo, amar a una mujer que no siente nada por mí. Quizá me estima como el amo a su can. Un hueso de cuando en cuando y caricias por el lomo. Un servidor nunca ha recibido un mimo de esa dama de la que se enamoró. Por lo tanto, he iniciado ese proceso que me conducirá a la sensatez, a la cordura.
Confieso que la belleza de esa dama era tal, tan descomunal, tan tentadora, tan irrenunciable, que me hipnotizó. Me bastaba con mirarla para sentir placer. Con verla andar, casi levitar, me servía para gozar como si contemplara un desfile de alta costura de un Balenciaga.
Como siempre aposté por lo mejor desde que tengo uso de razón, aspiré a disfrutar del arte más sublime, quise conocerla. Y el destino nos cruzó cuando ambos transitábamos por el camino de la edad madura.
A priori, pensé que una fémina tan hermosa no podría hallarse dotada también de un talento superior, de una cultura intensa, de una elegancia exquisita. Me equivoqué. Esa mujer me parece un exceso de la genética, de la inteligencia; un milagro estético, un prodigio de seso con una sensualidad exuberante. ¡Qué hacer! Intentarla seducir, a sabiendas de las dificultades titánicas que me supondría enamorarla.
Lo he intentado. Fracasé. Me rindo. Ahora ya no la pienso cuando me reciben mis sábanas cansadas, mi almohada de rocío y mi lecho de hierba. Al alba, quizá, pronuncie su nombre tres veces. Después guardo silencio mientras me ducho, alivio mi físico y me miró a los ojos.
Eugenio-Jesús de Ávila
Me hallo en un estado sentimental que defino como desenamoramiento. No puedo, ni debo, amar a una mujer que no siente nada por mí. Quizá me estima como el amo a su can. Un hueso de cuando en cuando y caricias por el lomo. Un servidor nunca ha recibido un mimo de esa dama de la que se enamoró. Por lo tanto, he iniciado ese proceso que me conducirá a la sensatez, a la cordura.
Confieso que la belleza de esa dama era tal, tan descomunal, tan tentadora, tan irrenunciable, que me hipnotizó. Me bastaba con mirarla para sentir placer. Con verla andar, casi levitar, me servía para gozar como si contemplara un desfile de alta costura de un Balenciaga.
Como siempre aposté por lo mejor desde que tengo uso de razón, aspiré a disfrutar del arte más sublime, quise conocerla. Y el destino nos cruzó cuando ambos transitábamos por el camino de la edad madura.
A priori, pensé que una fémina tan hermosa no podría hallarse dotada también de un talento superior, de una cultura intensa, de una elegancia exquisita. Me equivoqué. Esa mujer me parece un exceso de la genética, de la inteligencia; un milagro estético, un prodigio de seso con una sensualidad exuberante. ¡Qué hacer! Intentarla seducir, a sabiendas de las dificultades titánicas que me supondría enamorarla.
Lo he intentado. Fracasé. Me rindo. Ahora ya no la pienso cuando me reciben mis sábanas cansadas, mi almohada de rocío y mi lecho de hierba. Al alba, quizá, pronuncie su nombre tres veces. Después guardo silencio mientras me ducho, alivio mi físico y me miró a los ojos.
Eugenio-Jesús de Ávila



















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