HABLEMOS
Y una Semana… de menos
Desde Zamora
Nuestra Semana Santa está muy cambiada. Sin engañarse, su sentir religioso fue siempre un vago afecto, un identificarse mediando tradiciones familiares con el paso, con la imagen emblema por sí o junto a otras de una congregación. El rito anual del desfile suponía una especie de catarsis, evidenciando gracias al modesto lucir de tallas y cofrades la dimensión litúrgica, sagrada a su modo popular y callejero, del feliz acontecimiento.
El resto es sabido. Celebración, festejo en días que debieran ser recogimiento y modelo de contención, todo acompañado de las torrijas, el potaje, el bacalao, las aceitadas, el escabeche y como remate el dos y pingada, poniendo fin, un decir, a la ya muy olvidada abstinencia cuaresmal. Pero cada año hay más, mucho más que denota por desgracia lo menos. Para Zamora su Semana Grande tenía sentido precisamente por lo pequeño, por el entrañable carácter local de una sociedad que se conocía, convivía a lo largo del año para luego reunirse con vecinos, familiares y amistades, en el momento de organizar y procesionar dando vida a la comunidad.
Nada de esto queda en una Zamora que viene perdiendo sus señas de identidad, entre ellas su encanto único, decadente y provinciano. Nuestra Semana Santa ha dejado de ser de los zamoranos, y el desbarajuste de este año lo confirma sobradamente. Otra vez turisteo al por mayor las dos fechas consabidas, aunque tampoco de mucho gastar, con multitudes por doquier y espectáculo para oriundos de procesiones que, en razón de la bambalina por no decir exhibición, se alargan hasta el infinito deambulando, pues esto ya no es procesionar, horas y horas hasta aburrir a los propios. Los extraños, a fin de cuentas, después de dos cañas, un bocata y en el mejor de los casos un menú o ración de algo, ponen pies en polvorosa para no volver, porque ya vieron lo que tenían que ver. “No, no es como la sevillana”, comentario que todos hemos escuchado por lo alto o lo bajo en alguna ocasión.
Pues, ¡claro que no, señora! No, no es como la sevillana porque nunca lo fue en una Zamora austera, ajena al demasiado ver, presumir y aparentar. Quizá vaya por ahí lo que nos ha arrebatado un turisteo inevitable, de considerar el hedonismo cutre y paniaguado de la sociedad del Bienestar. Y hablando de bienestar, no se entiende cómo el actual Consistorio, amigo de hacer de la Plaza de la Catedral graderío veraniego del corral de la pacheca, no ha encontrado solución para que nuestros hosteleros del casco antiguo pudieran montar sus terrazas, cuando, había que verlo, el personal estaba exangüe y poco menos que cayéndose, a falta de mesa, servicio y refrigerio. Una verdadera lástima, también en euros e ingresos.
Nuestra Semana Santa está muy cambiada. Sin engañarse, su sentir religioso fue siempre un vago afecto, un identificarse mediando tradiciones familiares con el paso, con la imagen emblema por sí o junto a otras de una congregación. El rito anual del desfile suponía una especie de catarsis, evidenciando gracias al modesto lucir de tallas y cofrades la dimensión litúrgica, sagrada a su modo popular y callejero, del feliz acontecimiento.
El resto es sabido. Celebración, festejo en días que debieran ser recogimiento y modelo de contención, todo acompañado de las torrijas, el potaje, el bacalao, las aceitadas, el escabeche y como remate el dos y pingada, poniendo fin, un decir, a la ya muy olvidada abstinencia cuaresmal. Pero cada año hay más, mucho más que denota por desgracia lo menos. Para Zamora su Semana Grande tenía sentido precisamente por lo pequeño, por el entrañable carácter local de una sociedad que se conocía, convivía a lo largo del año para luego reunirse con vecinos, familiares y amistades, en el momento de organizar y procesionar dando vida a la comunidad.
Nada de esto queda en una Zamora que viene perdiendo sus señas de identidad, entre ellas su encanto único, decadente y provinciano. Nuestra Semana Santa ha dejado de ser de los zamoranos, y el desbarajuste de este año lo confirma sobradamente. Otra vez turisteo al por mayor las dos fechas consabidas, aunque tampoco de mucho gastar, con multitudes por doquier y espectáculo para oriundos de procesiones que, en razón de la bambalina por no decir exhibición, se alargan hasta el infinito deambulando, pues esto ya no es procesionar, horas y horas hasta aburrir a los propios. Los extraños, a fin de cuentas, después de dos cañas, un bocata y en el mejor de los casos un menú o ración de algo, ponen pies en polvorosa para no volver, porque ya vieron lo que tenían que ver. “No, no es como la sevillana”, comentario que todos hemos escuchado por lo alto o lo bajo en alguna ocasión.
Pues, ¡claro que no, señora! No, no es como la sevillana porque nunca lo fue en una Zamora austera, ajena al demasiado ver, presumir y aparentar. Quizá vaya por ahí lo que nos ha arrebatado un turisteo inevitable, de considerar el hedonismo cutre y paniaguado de la sociedad del Bienestar. Y hablando de bienestar, no se entiende cómo el actual Consistorio, amigo de hacer de la Plaza de la Catedral graderío veraniego del corral de la pacheca, no ha encontrado solución para que nuestros hosteleros del casco antiguo pudieran montar sus terrazas, cuando, había que verlo, el personal estaba exangüe y poco menos que cayéndose, a falta de mesa, servicio y refrigerio. Una verdadera lástima, también en euros e ingresos.
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