ZAMORANA
Del infortunio, el recuerdo y otros sentimientos
Mº Soledad Martín Turiño
Cuando llega un golpe seco de esos que atesta la vida cuando menos lo pensamos, el mundo se viene encima, sin capacidad para reaccionar, sin pensar otra cosa que no sea la desventura sobrevenida; entonces el universo que nos rodea se hace invisible, las personas que van y vienen etéreas, como si no existiese otra cosa que nuestra propia desgracia.
Pese a que la sensatez obliga a reaccionar, la indolencia consume la vitalidad y todo parece moverse a cámara lenta, con la mente paralizada, obtusa y sin solución posible para el infortunio que se ha instalado de lleno en la cabeza con el único objetivo de destruirnos.
Dicen los que saben que es bueno meditar las decisiones con la almohada, que al día siguiente las cosas se ven de otra manera y, ciertamente, son mecanismos que ayudan, aunque no solucionen, porque nos permiten un descanso para afrontar el problema bajo otra dimensión, una vez que la mente ha reposado con el reparador descanso que proporciona el sueño.
Sin embargo, no se puede bajar la guardia, porque, como nos decían en la escuela refiriéndose al demonio, en aquella época gris en que la religión nos dominaba a través del miedo: “el mal no descansa”. Muchas veces he recordado aquella frase tan repetida por los curas de entonces, y siempre me pareció una aberración que quebrantaran la candidez de niños y niñas a través de amenazas: el infierno, las calderas de Pedro Botero o el penar de las almas durante toda la eternidad, que se nos antojaba un tiempo interminable, condenadas al dolor y la miseria por haber cometido maldades en la vida; y lo aderezaban con imágenes de sufrimiento perpetuo, del diablo con su tridente y de llamas donde caían los infelices que habían transgredido la ley divina.
Poco se hablaba del perdón, de la magnanimidad de Dios, de predicar la bondad, del equilibrio o del amor al prójimo, sin asociar estos conceptos a la amenaza que sobrevolaba siempre de que, si no se cumplían, ahí estaba el mal para llevarnos a su terreno.
Estos pensamientos de una infancia quizá demasiado influenciada por esa religión constreñida y hostil, vienen a cuento ahora, cuando la vida golpea con la misma vara que utilizaban los maestros de entonces cuando no teníamos aprendida la lección y lo mejor que se puede hacer es evitar este tipo de pensamientos que horadan y destruyen la sensatez en el momento en que es más necesario hacer uso de ella para resolver el conflicto, o para aceptarlo si no depende de nuestra voluntad.
Cada vez es más sabia la frase que nos incita a vivir el momento, a no pasar los días con la desidia de quien cree tenerlos todos a su disposición, porque no es así y en cualquier momento, llega la fatalidad en una de sus múltiples formas para recordarnos que la vida es un regalo que hemos de apreciar porque, del mismo modo que tuvo un inicio, también tiene un final, y solo de cada uno depende aprovecharla lo mejor posible.
Cuando llega un golpe seco de esos que atesta la vida cuando menos lo pensamos, el mundo se viene encima, sin capacidad para reaccionar, sin pensar otra cosa que no sea la desventura sobrevenida; entonces el universo que nos rodea se hace invisible, las personas que van y vienen etéreas, como si no existiese otra cosa que nuestra propia desgracia.
Pese a que la sensatez obliga a reaccionar, la indolencia consume la vitalidad y todo parece moverse a cámara lenta, con la mente paralizada, obtusa y sin solución posible para el infortunio que se ha instalado de lleno en la cabeza con el único objetivo de destruirnos.
Dicen los que saben que es bueno meditar las decisiones con la almohada, que al día siguiente las cosas se ven de otra manera y, ciertamente, son mecanismos que ayudan, aunque no solucionen, porque nos permiten un descanso para afrontar el problema bajo otra dimensión, una vez que la mente ha reposado con el reparador descanso que proporciona el sueño.
Sin embargo, no se puede bajar la guardia, porque, como nos decían en la escuela refiriéndose al demonio, en aquella época gris en que la religión nos dominaba a través del miedo: “el mal no descansa”. Muchas veces he recordado aquella frase tan repetida por los curas de entonces, y siempre me pareció una aberración que quebrantaran la candidez de niños y niñas a través de amenazas: el infierno, las calderas de Pedro Botero o el penar de las almas durante toda la eternidad, que se nos antojaba un tiempo interminable, condenadas al dolor y la miseria por haber cometido maldades en la vida; y lo aderezaban con imágenes de sufrimiento perpetuo, del diablo con su tridente y de llamas donde caían los infelices que habían transgredido la ley divina.
Poco se hablaba del perdón, de la magnanimidad de Dios, de predicar la bondad, del equilibrio o del amor al prójimo, sin asociar estos conceptos a la amenaza que sobrevolaba siempre de que, si no se cumplían, ahí estaba el mal para llevarnos a su terreno.
Estos pensamientos de una infancia quizá demasiado influenciada por esa religión constreñida y hostil, vienen a cuento ahora, cuando la vida golpea con la misma vara que utilizaban los maestros de entonces cuando no teníamos aprendida la lección y lo mejor que se puede hacer es evitar este tipo de pensamientos que horadan y destruyen la sensatez en el momento en que es más necesario hacer uso de ella para resolver el conflicto, o para aceptarlo si no depende de nuestra voluntad.
Cada vez es más sabia la frase que nos incita a vivir el momento, a no pasar los días con la desidia de quien cree tenerlos todos a su disposición, porque no es así y en cualquier momento, llega la fatalidad en una de sus múltiples formas para recordarnos que la vida es un regalo que hemos de apreciar porque, del mismo modo que tuvo un inicio, también tiene un final, y solo de cada uno depende aprovecharla lo mejor posible.
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