La inmutabilidad ancestral de los pueblos

Las cuatro de la tarde, en un bar de pueblo. Tertulia en una mesa en la que se analiza y critica la vida política y social de este país y, una vez que los ánimos se han calmado, debido a la exaltación del vino que entra fácil y la elocuencia del momento, hay quien se queda cabeceando un rato, amodorrado por los vapores y el humo que todos exhalan con fruición.

A las cinco, tocan a rosario y un reguero de mujeres se encamina a la iglesia para cumplir con el rito para después, a la salida del templo, juntarse en corrillos y disponer de un rato de charla. Luego, unos y otras se dirigen a casa para el consabido quehacer de ordeñar la cabra o la vaca que sustenta a cada familia, preparar la cena y relajarse un rato viendo la televisión, antes de acostarse y esperar el nuevo día.

Aquí, en esta pequeña villa, todo es una rutina placentera que sus habitantes siguen al pie de la letra, sin cuestionarse otras tareas o cambiar de hábitos, porque la inmutabilidad de los pueblos es su característica más atrayente. Se puede visitar una aldea dentro de un año o de cinco y seguirá igual, con el mismo árbol al pie del frontón, con las mismas casas e idénticas costumbres, con el caudal del rio bajando con más o menos agua…, pero siempre con esa tranquilidad y silencio que caracteriza a los pueblos y eso, para los forasteros amantes de la calma, es un regalo que la ciudad jamás podrá otorgarles.