Mª Soledad Martín Turiño
Miércoles, 31 de Enero de 2024
ZAMORANA

Una historia real

Mº Soledad Martín Turiño

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Caminaba como un autómata más perdido en aquella enorme ciudad que ahora se reducía al entorno de su barrio, ya que la artrosis le imposibilitaba paseos más largos. Conocía cada rincón, llamaba a las dependientas de las tiendas por su nombre, tocaba las cabezas de los niños al salir de colegio, cosa que desagradaba a sus madres, entraba en la iglesia el primero para oír misa y era el último en salir, como pretendiendo ordenar a los fieles e incluso al sacristán que era el encargado de echar el cierre al templo.

 

Caminaba despacio, apoyado en su bastón y cada vez por una calle distinta, de ese modo controlaba todo lo que ocurría en los alrededores de su casa. De vez en cuando entraba en algún bar a tomar un vino si era antes de comer, o un café por la tarde; de ese modo entabló amistad con un grupo de hombres solos que, como él, mataban las horas charlando cada día.

 

Eusebio era hablador, dicharachero y tenía una afición que explayaba cuando tenía público: le gustaba contar historias, la mayoría de su vida, porque no gustaba de meterse con nadie; narraba las vicisitudes que pasó de niño, trabajando en el campo, sus historias en el interminable servicio militar, las novias que tuvo, el día que conoció a su mujer, los hijos que llegaron demasiado pronto llenando una casa pequeña donde casi no cabían a rebullirse… los amigos escuchaban en silencio cada historia que Eusebio sabía aderezar con anécdotas y curiosidades y, de este modo, se los metía a todos en el bolsillo.

 

Al caer la tarde, regresaba a su casa donde esperaba Virtudes, enfrascada siempre en una interminable labor de crochet con la que formaba cuadros de diferentes colores que, una vez unidos, se convertían en una colcha multicolor para regalar a sus hijos y nietos. Virtudes era una mujer de su casa, no pisaba la calle si no era para abastecerse de los productos necesarios; el resto del tiempo era feliz entre las cuatro paredes de aquel hogar que ahora se les había quedado demasiado grande con los hijos ausentes. Cuando estaban juntos, apenas pronunciaban palabra, porque la televisión era el ruido de fondo de sus vidas o, quizás, porque ya se lo habían dicho todo en los más de cincuenta años que llevaban juntos.

 

Con suerte, en algún domingo venía algún hijo a verles y entonces la ilusión se manifestaba en los rostros de aquel matrimonio que escuchaba las novedades de su vástago con ilusión. Si venían acompañados de algún nieto, era lo que más vida les daba, sobre todo a Eusebio, que tenía mucha paciencia con los pequeños y éstos lo agradecían escuchando sus historias. Después, cuando se iban, la casa regresaba a su silencio y la pareja a su tiempo compartido sin más ilusión que dejar pasar los días en una monotonía que no les perturbaba, más bien se refugiaban en ella para seguir viviendo.

 

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